La cosa era más o
menos así, durante los meses previos a diciembre, acumulábamos
panelas de jabón azul. Lo íbamos desconchando y lo guardábamos en
una bolsita.
Llegado el día, mi
abuela nos despertaba bien temprano. Íbamos por la montaña a
escoger la mejor rama seca, la que tuviera más brazos, la más
fuerte, un poco más grande que ella.
Mis primos y yo,
brincábamos de la cama, porque una cosa era sinónimo de ésa
caminata: nos bañaríamos en la laguna.
Así, mi madre, nos
envolvía unas empanaditas, llenábamos dos perolitos con agua y las
paticas nos picaban para salir corriendo.
Por todo el camino, mi
abuela nos regalaba este palo a mí, aquel a mi hermano, una piedra a
mi prima y así dibujábamos el camino, cuando tropezábamos con el
lodazal que nos desvestía. Mientras, mi vieja se perdía en el
agüita de sus ojos, y de vez en cuando volvía con nosotros y el
barro y la risa.
Al caer la tarde,
regresábamos a casa a desenmarañar las luces espinosas, a cambiar
una por otra, a llevarnos una pequeña descarga. "Muchacha ponte
unas cholas, que te vas a morir electrocutada".
Entre mi madre y mi
abuela hacían una pasta del jabón guardado, que batían a punto de
nieve, para forrar las ramas del palo que encontrábamos durante
nuestra caminata.
Afincaban la fina
corteza en una lata rellena de tierra.
Las bambalinas eran
crinejas de trapo enrolladas. Pero también hojitas de colores,
pintadas por nosotros. O algunas cajitas de fósforos forradas como
regalitos.
En casa no había pino,
pero sí navidad.
Luego, hubo cómo
comprar un árbol de plástico, y los días en los que chupábamos la
ponzoña a la montaña, se secaron.