La cosa era más o
menos así, durante los meses previos a diciembre, acumulábamos
panelas de jabón azul. Lo íbamos desconchando y lo guardábamos en
una bolsita.
Llegado el día, mi
abuela nos despertaba bien temprano. Íbamos por la montaña a
escoger la mejor rama seca, la que tuviera más brazos, la más
fuerte, un poco más grande que ella.
Mis primos y yo,
brincábamos de la cama, porque una cosa era sinónimo de ésa
caminata: nos bañaríamos en la laguna.
Así, mi madre, nos
envolvía unas empanaditas, llenábamos dos perolitos con agua y las
paticas nos picaban para salir corriendo.
Por todo el camino, mi
abuela nos regalaba este palo a mí, aquel a mi hermano, una piedra a
mi prima y así dibujábamos el camino, cuando tropezábamos con el
lodazal que nos desvestía. Mientras, mi vieja se perdía en el
agüita de sus ojos, y de vez en cuando volvía con nosotros y el
barro y la risa.
Al caer la tarde,
regresábamos a casa a desenmarañar las luces espinosas, a cambiar
una por otra, a llevarnos una pequeña descarga. "Muchacha ponte
unas cholas, que te vas a morir electrocutada".
Entre mi madre y mi
abuela hacían una pasta del jabón guardado, que batían a punto de
nieve, para forrar las ramas del palo que encontrábamos durante
nuestra caminata.
Afincaban la fina
corteza en una lata rellena de tierra.
Las bambalinas eran
crinejas de trapo enrolladas. Pero también hojitas de colores,
pintadas por nosotros. O algunas cajitas de fósforos forradas como
regalitos.
En casa no había pino,
pero sí navidad.
Luego, hubo cómo
comprar un árbol de plástico, y los días en los que chupábamos la
ponzoña a la montaña, se secaron.
--
Tengo una casita. Mi
abuela no llegó a venir. Pero yo la traigo siempre.
Ayer, cogí a las niñas
y nos fuimos a la montaña.
Ésta vez a buscar
bejuco de cadena, helecho y piñones. Haríamos un árbol, no lo
pagaríamos.
Y nos arrojamos al
barranco, fuimos detrás de un pozo, hamaqueamos la tarde. Nos tiraba
de lado y lado hilos de piña en almíbar.
Nos tocó volver.
Enrollamos las lianas y
una sobre la otra armamos el nido en el que empollamos la sonrisa.
--
Mi abuela moría cada
navidad: nació un 27 de diciembre, mismo día en que su hijo mayor
caía de un segundo piso, electrocutado. Un treinta, el amor de su
vida se iría de un porrazo en el pecho.
Ella misma no llegaría
al último mes.
Desde noviembre
comenzaba a llorar y arreciaba treinta días y treinta noches
después.
Sabía elegir la rama
seca, porque de ella se conformaba el tronco, duro, deshojado.
Y se abría por los
extremos, hincando al desprevenido.
Las lágrimas de mi
vieja siempre fueron las más hermosas bambalinas. Caían y con ellas
la piel bajo sus ojos, hamaca que todos hicimos columpio.
A mi tío le gustaba ir
por aquel árbol, a mi abuela acompañarlo.
Ella siempre lo hizo
para él.
Yo, para ella.
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