martes, 17 de noviembre de 2015

Gastronauta 62: Árbol



La cosa era más o menos así, durante los meses previos a diciembre, acumulábamos panelas de jabón azul. Lo íbamos desconchando y lo guardábamos en una bolsita.
Llegado el día, mi abuela nos despertaba bien temprano. Íbamos por la montaña a escoger la mejor rama seca, la que tuviera más brazos, la más fuerte, un poco más grande que ella.
Mis primos y yo, brincábamos de la cama, porque una cosa era sinónimo de ésa caminata: nos bañaríamos en la laguna.
Así, mi madre, nos envolvía unas empanaditas, llenábamos dos perolitos con agua y las paticas nos picaban para salir corriendo.
Por todo el camino, mi abuela nos regalaba este palo a mí, aquel a mi hermano, una piedra a mi prima y así dibujábamos el camino, cuando tropezábamos con el lodazal que nos desvestía. Mientras, mi vieja se perdía en el agüita de sus ojos, y de vez en cuando volvía con nosotros y el barro y la risa.
Al caer la tarde, regresábamos a casa a desenmarañar las luces espinosas, a cambiar una por otra, a llevarnos una pequeña descarga. "Muchacha ponte unas cholas, que te vas a morir electrocutada".
Entre mi madre y mi abuela hacían una pasta del jabón guardado, que batían a punto de nieve, para forrar las ramas del palo que encontrábamos durante nuestra caminata.
Afincaban la fina corteza en una lata rellena de tierra.
Las bambalinas eran crinejas de trapo enrolladas. Pero también hojitas de colores, pintadas por nosotros. O algunas cajitas de fósforos forradas como regalitos.
En casa no había pino, pero sí navidad.
Luego, hubo cómo comprar un árbol de plástico, y los días en los que chupábamos la ponzoña a la montaña, se secaron.


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Tengo una casita. Mi abuela no llegó a venir. Pero yo la traigo siempre.
Ayer, cogí a las niñas y nos fuimos a la montaña.
Ésta vez a buscar bejuco de cadena, helecho y piñones. Haríamos un árbol, no lo pagaríamos.
Y nos arrojamos al barranco, fuimos detrás de un pozo, hamaqueamos la tarde. Nos tiraba de lado y lado hilos de piña en almíbar.
Nos tocó volver.
Enrollamos las lianas y una sobre la otra armamos el nido en el que empollamos la sonrisa.
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Mi abuela moría cada navidad: nació un 27 de diciembre, mismo día en que su hijo mayor caía de un segundo piso, electrocutado. Un treinta, el amor de su vida se iría de un porrazo en el pecho.
Ella misma no llegaría al último mes.
Desde noviembre comenzaba a llorar y arreciaba treinta días y treinta noches después.
Sabía elegir la rama seca, porque de ella se conformaba el tronco, duro, deshojado.
Y se abría por los extremos, hincando al desprevenido.
Las lágrimas de mi vieja siempre fueron las más hermosas bambalinas. Caían y con ellas la piel bajo sus ojos, hamaca que todos hicimos columpio.

A mi tío le gustaba ir por aquel árbol, a mi abuela acompañarlo.
Ella siempre lo hizo para él.
Yo, para ella.

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