jueves, 30 de julio de 2015

Mujerícola 11: Mujer salvaje



A Clarissa Pinkola Estés, gracias.

“Por la noche, los maizales crujían y hablaban en voz alta”. A su abuela le gustaba callar para oírlo. Durante esa luna juntó los huesos cerca del fuego. Tiró sobre la chispa unos cuantos pelos de loba. Cerró los ojos y se adentró a la montaña. Un rayo clareó sobre sus cabezas. Pronunció palabra y el sonido se hizo canto, y el canto danza.
Como en La Grieta, se enfiló una tras otra la ola para fecundar el vientre de la hija. Sería así su abuela responsable de dar oscilación a sus piernas, de hilar los huesos, huesera. Los siete océanos se reunieron para levantar la escultura blanca, y se retiraron para que brotara la carne, como antes, como siempre.
Nació Clarissa.

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A Clara, le gusta oler el rosario después de que su mamá vieja lo cuenta pepita por pepita. Desgrana sus oraciones a la virgen negra. Guadalupe, la madre. Por eso, cuando se caía, sentía la perdía de su negra bonita, se des-madraba.
En su boca le borbotean larvas queriendo volar como mariposas. Pero sobre todo, le gustar escuchar. Su abuela la sienta sobre la mesa de la cocina. Ella cierra los ojos. Y siente cómo el filo desmiembra la concha de la pulpa. Imagina cómo las venas del laurel empalmaron las hojas. Se pregunta cómo el sol pudo adentrarse en el huevo sin romper la cáscara. Entreabre los ojos, para descubrirse los dedos de los pies “como hileras de maíz dulce”. Se angustia ¿su piel alimentará a otros?

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Hubo el día en que un río visito el torrente que era y, río bajo río, corrió a la desembocadura, con sus manos bautizadas en sangre. El cielo de sus ojos se multiplicó, y era una noche estrellada. Su pelaje se erizó y batió la cola como la menea el silvestre ritmo de su manada. Quiso gritar y en el aullido devolvió la semilla al árbol, luna.
Se convertiría en un frondoso matorral y sus raíces beberían del mismo pozo que otras ramas.
Pronto se darían cuenta de que la incursión de su lengua en el agua común, dibuja círculos concéntricos que hacían temblar el espacio ajeno.

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Ella aprendió el fino arte de devolver de la guerra a los imbéciles. Pero en cada bocado, Clara se consumía. Pasó de ser una mujer robusta a un silbido de ánima. Era como si su cabeza estuviera atada con una bolsa negra. Olía a sabina quemada. Dejó de escuchar a su vieja latir en sus manos. Y se supo muerta. Abrazó su sombra y comprendió así la necesidad de que la muerte llegue a los moribundos.
Sólo sentándose alrededor del fuego, entre piedras hirvientes pudo abrazar nuevamente el aliento. Le ha costado respirar, pero finalmente supo que no tenía que aprender a hacerlo. La mujer de las algas, aquella de sus noches en el lago, hizo arder el nopal que apretaba en candela a la roca.

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martes, 28 de julio de 2015

Gastronauta 45: Chávez, recién colao



-¿Quieres café?
-No, no tomo café.
Me tomó las manos, “¿qué quieres?”, dijo... “Muchacha, pero si estás ardiendo en fiebre”.
Se voltea sobre su propio eje, buscando a alguien. Se asoma por la puerta y le susurra a un muchacho: “Tráiganle un guarapo de orégano a esta niña que está hirviendo”.

Si. Me dio hasta fiebre cuando lo tuve enfrente.

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Ismael ya casi pisa los cuarenta. Creció en un campamento petrolero, al margen de los gerentes, cerca del muro de contención al que agrieta el Lago de Maracaibo. Al sur, el sur de los nadie.
Su madre se llama María. Su padre, como él. Son cinco hermanos, cuatro varones y una hembra. La señora María le dice “el niño”, porque junto a Lucy “la niña”, son los más pequeños del matrimonio Carrasco-González.
A Ismaelito, como lo llamaba el resto de los habitantes de Puerto Nuevo en Lagunillas, le hubiese gustado estudiar cocina. Pero se siente contento y está conforme con ser mesero.
Mientras su hermano Raúl se dejaba crecer los cabellos de lacio indio, y escuchaba heavy metal, Ismael era conocido por su timidez y al resguardo de su madre.
Como la mayor parte de la humanidad, supo del Comandante durante aquel febrero del 92, “por ahora”.
De mesa en mesa llegó a La Casona a finales del 2000 y comienzos de 2001. Después del Golpe de Estado, el General Marcos Torres lo recomendó en Miraflores y desde entonces recorre el camino de la cocina a la mesa, antes de Chávez, hoy de Maduro.

lunes, 27 de julio de 2015

Entrevista/ Peekee Figueroa: “Sabemos que sólo al árbol que da frutos le tiran piedras”


En años perrunos habrían cumplido 70. Y eso es un montón si se toma en cuenta que la esperanza de vida en muchos países, aún en este siglo XXI no supera los 50.

Mucho más meritoria es ésta #Década de “Tiuna El Fuerte” si observamos que la vida de otros organismos, a veces considerados similares: medios de comunicación independientes, bandas de rock o un carrito de venta de perros calientes; no supera el primer año de vida.

Cuando uno piensa en el Tiuna, se le viene a la mente Peekee (no se arrechen los compas, no hay cama pa' tanta gente). Un flaco de casi dos metros con dreadlocks de casi tres, camisa de bacterias y pantalones fucsia. Por estos días le vimos las canas, coladas entre sus cabellos bachacos que descubren sus sienes.

Cuando pensamos en Peekee, lo miramos, postal de su estampa en la tarima, voceando la Bituaya, una mano en micrófono, otra ondeando la música electrocaribe.

Peekee es el álterego de Miqueas Figueroa, nombre que sólo da a los cobradores, para que nunca den con él. Haga el intento, vaya al Tiuna y pregunte por Miqueas, para que vea.

Piqui no traduce las siglas de un show man, tampoco un nombre de guerra. La historia es mucho más simple. Es el resultado de los intentos de su hermanita por pronunciar Miqueas.

jueves, 23 de julio de 2015

Mujerícola 10: Clarice


A Clarice la conocí luna de mayo, al borde de una praia do Rio Branco.
Había llegado a Boa Vista una semana antes, y durante fui afluente de sus aguas sin orillas.
Esa noche, un taxi me ruleteó por sus calles de aslfalto y tierra. Yo trataba de entenderla en portugués y de cruzar su lengua para sacar del barro a Joana y a mí.
Lispector conducía y pisaba cada cráter a propósito. En el batuque del Renault 16, la miraba cada tanto asomarse en el retrovisor, para acusarme: lejos de su Corazón salvaje. La luz tenue y amarillenta iba y venía en cada bache.
Yo tenía veintitrés, la misma edad que ella cuando escribió su primera novela, entonces en mis manos. Sólo había podido garabatear un par de cartas monocordes, unas cuantas noticias mediocres, y soñaba poder arrugar el papel. “Yo sólo sé usar palabras y las palabras son mentirosas”.
Cuando llegamos a la casa donde me hospedaba, le ofrecí todos los reais que tenía en la cartera, para que me diera otra vuelta. Cansada como estaba, ni se volteó.

Cuando Clarice era pequeña, sus textos fueron despreciados en concursos literarios, porque en vez de un cuento, “describía sentimientos”. Ella nació y creció con frenillos. Sus erres le conferían un dulce carácter de niña que resistió a que la cortaran. No le molestaba, pero no le gustaba hablar.
Por la tarde tomaba notas. En las mañanas escribía. Metódica.
“Soy una persona muy ocupada: cuido del mundo. Lúcidamente apenas hablo de las miles de cosas y personas de quienes cuido. Pero no se trata de un empleo, pues dinero no gano con eso. Quedo apenas sabiendo cómo es el mundo”.

martes, 21 de julio de 2015

Gastronauta 44: Algo con José

Cuando estaba pequeña no terminó de gustarme jugar “el escondido” porque me aterraba que no me encontraran. Y si lo hubiese jugado con José Alejandro podrían haber hallado mis huesos debajo de la cama, porque el muy coño antes de que le hicieran trampa, abandonaba la búsqueda y se iba de cita con la mandolina al cuarto, en casa de su abuelita Josefina, en Coche.
Mientras él manoseaba toda cuerda, yo le hubiese pisado la cola a uno de sus cinco perros y me habría caído en la carrera al tropezar con el caparazón de sus morrocoyes. Los loritos y sus pericos se hubiesen burlado. No sé cómo fui a ser tu amiga, chico.
Eso sí, nos sentaríamos a amasar la tierra en su patio y el mío. Yo tendría cinco y él ya contaría diez.
Su primer instrumento, suyo suyo, fue un cuatro. Tenía ocho y toda la intención de aprender por cuenta propia. Y así empezó... Luego, durante dos años recibió clases de música con el Maestro Luis Escalante en la vereda 61 de Coche. Cumpliría once, y desde entonces su ejecución no visitaría academia alguna.

Yo lo puedo ver, de blue jean mochito, brincapozos, de esos que descubrían las medias de paño y unos zapatos viejos, lo veo con la mirada perdida y en la mano un palito que arrastra por todo el camino haciendo sonar rejas, paredes, cortando el viento. Yendo y viniendo entre el asfalto y el cemento, confiando en el cielo verde, enamorando el futuro.

El segundo de cuatro varones: Chicho, José, Jesús y Nacho, compone un quinteto junto a su padre, al que llamaron La Caminería. Todos cantan. Todos hacen sonar algún instrumento. De su boca y de sus manos: golpes larenses, merengues caraqueños, joropo oriental, valses, gaitas zulianas, aguinaldos y parrandas, la música tradicional venezolana.
El padre, el señor José María es jubilado de la administración pública y es chofer de autobús de la línea San Luis – Turmerito. La madre, la señora Marinela Coromoto Paiva, fue auxiliar docente, matatigres, organiza la pea, baila y disfruta la parranda.

sábado, 18 de julio de 2015

Entrevista a Rico Dalasam: “El show sin militancia no se sostiene”

“En una favela conviven (sobreviven) un policía, un inocente y un criminal”.
Atardecía, casi era de noche cuando Ana llegó de uno de sus tres trabajos.
Había construido con sus propias manos lo que hoy es el estacionamiento y la primera de las cuatro plantas de su casa, en la calle Br 116, de Intercap en Taboão, Sao Paulo, Brasil.
Cocinera, bahiana, de palmas gruesas como grueso es su pecho-cobijo, a sus hijos los puede contar con los dedos de una mano: Jussara, Ana Paula, Luzia, Alexandre... Cuando llegó a Sao Paulo, fue esclavizada. “Pero el padre de mis hermanos la ayudó a salir de aquello”. A ellos los parió uno detrás de otro. Para traerlo a él, esperó diez años. “Hace apenas cuatro, mi madre terminó el cuarto piso de nuestra casa”, recuerda Jefferson Ricardo, “Rico”.
Vuelve a vivir aquel día en que su madre apenas abrió la puerta, se encontró con el llanto de Alexandre, acusado injustamente por el policía vecino de haber cometido algún crimen. Ana constató la falacia y empujó su humanidad a la casa de su prójimo. Tocó la puerta. El todavía uniformado salió. Ella le explicó que sus acusaciones eran infundadas, lo que no le gustó al policía. Envalentonado quiso faltarle el respeto. Pero, Ana con la misma lo derribó y llegó a fracturarle el hombro, después de propinarle la pela de su vida. “Ésa es mi mamá... también mi papá”.
Su padre murió cuando tenía un poco más de un año de vida, “por problemas con las drogas”.
Cuenta que en una metrópolis como Sau Paulo “es normal” que los niños se tropiecen con cuerpos muertos por la violencia, en las esquinas, al salir de las escuelas. Cuando llegan a la adolescencia pueden optar entre dos caminos: o seguir estudiando, o te hacerse criminal. De adulto, la violencia se ejerce desde un trabajo mal remunerado. “Somos violentados como esclavos... menguan nuestra existencia”.

jueves, 16 de julio de 2015

Mujerícola 9: Pina

Lo que yo cuento hoy son las historias que hubiera esperado escuchar. Lo que cuento no es sino una parte de aquello que no he visto.  Si lo hubiera visto, no lo habría contado.
Espejismos
A Pina, el hijo se le convirtió en árbol. Un jabillo enorme.
Ella acariciaba sus espinas todas las mañanas, en su acostumbrada procesión matutina.
Fidel, que así se llamaba su ceiba, había transfigurado su plexo en una corteza erizada, la luna del treinta y uno de agosto de mil novecientos cincuenta y seis.
Él no llegaba a veinte años, entonces.
Cumplía el primero de su vida cuando una fiebre le ocasionó una meningitis que lo sembró en las faldas de su madre.
El mismo día en que se volvió callo, Pina supo que el Chacal de Güiria lo había marcado. Pero, Fidel no podía ser comunista. Lustraba cada pepa del rosario antes de rezarlo palante y patrás.
La última vez que le vieron había subido a los planes, cuando lo arrastraron por la barba.
Allí volaban papagayos los niños. Los que se escondieron para presenciar aquello también prefieren creer que deshojaba cada vez que el viento le convidaba a llorar.
Lo habrían tirado en las lagunas de por allí mismito, pero nunca nadie lo consiguió.

martes, 14 de julio de 2015

Gastronauta 43: Atrapasueños


El cristal del parabrisas está cagado,
lo estacionamos debajo de los mangos y cuando no se estrella uno, lo encuentra la mierda de las iguanas, o la de los loros.
Llevamos dos kilómetros estacionados en una fila de monóxido. A esta muerte lenta no asisten ni los cuervos.
Los niños del carro de enfrente me hacen caras.
Ellos y nosotros sudamos.
Su padre maneja un Falcón 78, modelo Dictadura Militar Argentina.
Han talado el cielo.
A nuestra especie la enfurece que la caguen los pájaros
ni por mucho que se diga que es de buena suerte.

jueves, 9 de julio de 2015

Mujerícola 8: Adeus

Yacía boca arriba, derramada. Las piernas le temblaban. No sabía si mantenerlas en eme, o cerrarlas. Las bajó. Creía que era testigo de cómo su cuerpo sufría un ataque de epilepsia. Pero no podía parar. No quería.
Sus muslos estaban a punto de quemarse con su propia lava. Hubo entonces un nanomomento en que se detuvo, observó sus dedos y no miró sangre. Continuó. Sudaba y si giraba un poco, tan sólo un poco, hubiese podido exprimirse. Aun más.Se abrazaba las tetas, mordía los labios, prensaba los ojos, porque le costaba verse sentir. Pero no cerró la boca. Era una máquina de ruiditos involuntarios, y como si pudiera oírse, reía y lloraba al unísono.
Se volteó contra una almohada, obligándose a no parar. El instinto le llevó sus dedos a la lengua. Se olió. El espejo de enfrente estaba empañado. Lo supo cuando se atrevió a desenfundar las comisuras de los ojos. Con la otra mano desdibujó su rostro en la niebla y se supo hirviente.
Escribió: “adiós”. Estaba a punto de morir y no quería salvarse. Se dio la vuelta y ya con su cara mirando el cielo se elevó desde el ombligo. Una luz la consumió.

martes, 7 de julio de 2015

Gastronauta 42: Margarita



Cuando llegué a Caracas, una mujer de ochenta y siete años de edad me alquiló una habitación, muy próxima a la Universidad. Un día decía que me robaba los cuchillos, otro que me secaba con su paño. Y así.
Casi al año de estacionarme allí, me enamoré de él, nos enamoramos.
Ella insistía en que me gastaba su perfume, y que podía demostrarlo.
Yo, lo metía a escondidas a él y lo ocultaba en el armario, le echaba las sábanas encima y listo.
Amanda, entraba y revisaba mi cuarto, porque quería encontrar sus cubiertos.
Un día me dijo que un vecino le contó que me vio con él. Estuvimos de acuerdo en que no podía recibir visitas.
Esperábamos a que se fuera, para que saliera de entre la ropa, y estuviéramos allí día y noche.
Ella, manejaba un malibú verde, de butacas de cuero beige. Nos asomábamos para verla estacionar. Cuando pisaba la alfombra de la entrada, él y yo nos despedíamos como si pudiéramos. Entraba al clóset. Yo, me hacía de un libro (leía la Tía Tula de Unamuno, lo recuerdo bien).
Ella iba, me saludaba. Decía la impertinencia de la noche, ojeaba el cuarto y se despedía.
Él orinaba en uno de esos envases de jugo de naranja.
Recuerdo un día en que amaneció derribando la puerta. Yo, le decía que ya iba. Ella, que le abriera, que sabía que él estaba allí. No sabíamos qué hacer. Así que, como estaba -en ropa interior- se guindó de la ventana. Nunca me sentí con más miedo que ese día. Ella entró. Tenía una escoba en la mano. La barrió bajo la cama. También abrió el armario y revisó cada gaveta, como si pudiera doblarlo como a una camisa. Yo tragaba grueso con cada movimiento, porque a pesar de que casi llegaba a los noventa, se movía como de treinta.
Llovía, así que después concluimos que por eso no se fijó en la cornisa.
A mí, no me quedó más que darle calor a él.
Pero ése fue el último escondite.

Esequiba



Me ladillaba enrejar el oriente más oriente de Venezuela, cada vez que en Geografía me pedían dibujar nuestro mapa. No era por conciencia de que el territorio estaba en disputa. Ni siquiera sabía qué quedaba allí. Tanta rallita sepultaba a la vista la reververancia de una vida, una lengua, ajenas a la venezolanidad ¿Cuántas veces planificamos unas vacaciones a... cómo se llama? ¿Barima, Cuyuní?
No me gustaría regalar la tierra a los representantes de una monarquía, mucho menos a una transnacional, eso sí. Pero, ojalá y la reavivación del problema con Guyana por el Esequibo, no sea porque la Británica se adelantó a negociar excavaciones petroleras con la Exxon Mobil, antes que nosotros.
Ojalá.

jueves, 2 de julio de 2015

Mujerícola 7: Sally




A la abuela de su abuela la obligaron a venir. Estando, la obligaron a rezar a santos pálidos, a pronunciar su palabra, a taparse las tetas airadas, a criar a hijos ajenos y que su leche alimentase al blanco que mañana violaría a su hija, al que ahorcaría a su hijo.
Pudo dejar morir de hambre a sus futuros opresores, después de todo a ella no tardarían en colgarla. Pero nomás al llegar, murió la señora de la casa.
-¿Pá, la leche de Sally es de chocolate?

No clareaba cuando Sally había hecho el desayuno, limpiado la casa y desaparecido su humanidad al cuartucho donde también se escondían las ratas. Allí, esperaba a que abrieran la puerta.
El amo entonces sólo se asomaba para reclamos.
Tenía catorce años cuando llegó, y muchas fueron las veces en que él derribaría entradas y salidas, las de la casa, las del cuerpo. Sally está segura de que su hija del medio -Madison- es un turrón de leche.
Pero no sabe levantar los ojos -se los bajaron a golpes- para advertir al amo que a la que ahora visita es también su hija. Madison tenía quince, un año más que su madre cuando aquel ventarrón destrozó su vientre.
-¿Pá, por qué odias a Sally?