El cristal del parabrisas está cagado,
lo estacionamos debajo de los mangos y cuando no se estrella uno, lo encuentra la mierda de las iguanas, o la de los loros.
Llevamos dos kilómetros estacionados en una fila de monóxido. A esta muerte lenta no asisten ni los cuervos.
Los niños del carro de enfrente me hacen caras.
Ellos y nosotros sudamos.
Su padre maneja un Falcón 78, modelo Dictadura Militar Argentina.
Han talado el cielo.
A nuestra especie la enfurece que la caguen los pájaros
ni por mucho que se diga que es de buena suerte.
Le digo que perdí mi atrapasueños, en una de las muchas mudanzas. Él mira por el retrovisor. Ahora el alba no penetra la piel de nuestras pesadillas, sino que se cobijan a nuestro lado y ya no hay cama para tanto. El hilo de la telaraña es cada vez más fino. Y no imanta la maldad.
El más chiquito me saca la lengua y me apunta con su pistola de dedos.
Esta cola es para matar o para que te maten.
Igual le pinto una paloma.
Tiene que aprender a no disparar al vuelo.
Dibujo un río con el índice, en la carrocería empolvada de nuestro viejo Malibú.
A su corriente fuimos a parar cuando nos escapamos del liceo,
con su viento ondeamos las tetas, desnudas.
Un cornetazo me devuelve a su cara.
Me explica que se equivocó, que no lo volverá a hacer, que se hace viejo y tiene miedo a estar solo. Recién, se ha descubierto las canas y le preocupaba consumirse en una intrascendente hilera de autos.
Ahí mismo recordé que habíamos muerto aquí otras veces.
Yo le tengo miedo a las iguanas. No sé por qué coño iban a morirse al patio de mi casa.
Una vez le escuché a una señora decir que recogían los malos ojos contra nuestra ¡Las pobres!
Lo único que podían envidiarnos eran los mangos, por eso venían a agonizar justo en temporada.
Le dije que si quería tener hijos como los del auto de adelante, que mejor ni se dispusiera. Además, lo habíamos intentado tantas veces, y no se debe envenenar la miel.
Mi primo Jesús caza iguanas con un chopo, una especie de escopeta artesanal. Un día me trajo pollo y resulta que sí, terminé comiéndome al pequeño lagarto.
Me provoqué el vómito cuando recordé el tercer ojo encabezando su penacho de espinas para acabar en una cola callosa y verde, dinosáurica.
Me jala por el brazo porque y que no le presto atención. Él sabe que puedo llorar en recuerdos, pero prefiere creer que soy indolente y pone en mí la angustia final.
Yo no lo oigo, mi dolor es sordo como la iguana y no escucha el peligro.
Es un dolor cansado de ser tierra para semillas rotas.
Es un dolor que quiere sombra.
Creyó que lo miré, pero no pude parpadear, subí la quijada para presenciar cómo caía sobre nosotros la carga de una gandola.
Venturosa la iguana que puede morir en el patio de mi madre.
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Una hoja de laurel bajo la almohada. Una piedra de amatista por cada esquina de la cama. Una almohada de arroz con lavanda o jazmín. Un masaje en pies y cabeza con aceites esenciales. Un tecito de raíz de valeriana, flores de manzanilla, u hojitas de salvia. Oraciones, afirmaciones o respiraciones. No escatime caza para la pesadilla.
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