martes, 7 de julio de 2015

Gastronauta 42: Margarita



Cuando llegué a Caracas, una mujer de ochenta y siete años de edad me alquiló una habitación, muy próxima a la Universidad. Un día decía que me robaba los cuchillos, otro que me secaba con su paño. Y así.
Casi al año de estacionarme allí, me enamoré de él, nos enamoramos.
Ella insistía en que me gastaba su perfume, y que podía demostrarlo.
Yo, lo metía a escondidas a él y lo ocultaba en el armario, le echaba las sábanas encima y listo.
Amanda, entraba y revisaba mi cuarto, porque quería encontrar sus cubiertos.
Un día me dijo que un vecino le contó que me vio con él. Estuvimos de acuerdo en que no podía recibir visitas.
Esperábamos a que se fuera, para que saliera de entre la ropa, y estuviéramos allí día y noche.
Ella, manejaba un malibú verde, de butacas de cuero beige. Nos asomábamos para verla estacionar. Cuando pisaba la alfombra de la entrada, él y yo nos despedíamos como si pudiéramos. Entraba al clóset. Yo, me hacía de un libro (leía la Tía Tula de Unamuno, lo recuerdo bien).
Ella iba, me saludaba. Decía la impertinencia de la noche, ojeaba el cuarto y se despedía.
Él orinaba en uno de esos envases de jugo de naranja.
Recuerdo un día en que amaneció derribando la puerta. Yo, le decía que ya iba. Ella, que le abriera, que sabía que él estaba allí. No sabíamos qué hacer. Así que, como estaba -en ropa interior- se guindó de la ventana. Nunca me sentí con más miedo que ese día. Ella entró. Tenía una escoba en la mano. La barrió bajo la cama. También abrió el armario y revisó cada gaveta, como si pudiera doblarlo como a una camisa. Yo tragaba grueso con cada movimiento, porque a pesar de que casi llegaba a los noventa, se movía como de treinta.
Llovía, así que después concluimos que por eso no se fijó en la cornisa.
A mí, no me quedó más que darle calor a él.
Pero ése fue el último escondite.

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El día después nos fuimos a casa de la abuela Margarita. Comimos calentito, y nos empotramos en un pequeño cuarto lleno de corotos, un clóset más grande para los dos, el cuarto de los búhos.
Su vieja coleccionaba figuritas de los animales de ojos grandes, redondos, y allí los habían de todos los tamaños.
Margarita era una almohada. Su piel era gordita, suave, fácil de querer. Sus manos eran pecosas, gruesas, venosas. Y eran refugio. Ella había llegado de Mérida hace mucho y con ella sus fogones.
Volvíamos siempre por el pastel de plátano. También para avergonzar a los búhos.
Vivía en Coche, así que pasábamos por el mercado, rescatábamos los más maduros y los llevábamos a casa de la abuela para empalagar.
A ella le encantaba nuestra compañía. Él se colaba entre sus piernas como gato mañoso. A mí que me bailaba el humito de su cocina, me encontraban detrás de sus faldas aprendiendo a hacer las arepas andinas, o lamiendo el fondo de las ollas después de que sus guisos las vistieran.
Cuando nos íbamos de allí, un pasillo largo, como la lengua de un hormiguero, nos esperaba para darnos al menos cobijo. El techo goteaba, y un tobo lo recibía contento para verdear el camino.
Él y yo encajábamos como un vaso mojado entre otro. La vez que tratamos de desacoplarnos, la llamé a la abuela, llorando. Ella me pidió que le llevase plátanos. “Es mejor pastel si dejas caer un par de lágrimas”, me dijo. También lo había llamado a él.

Hace poco leí que la abuela moría y reviví junto a ella mis primeros días de emancipación, y la angustia del primer amor. El sabor a plátano volvió a su lugar.

Pastel de plátano de la abuela Margarita

Los plátanos deben estar bien maduros. Los hace tajadas y los fríe. La cantidad depende del tamaño de la tortera y de los plátanos. Embadurne el molde con aceite y harina, para que la torta no se pegue del fondo, y le haga buena forma. Bata tres claras de huevo a punto de nieve, agregue dos tazas de papelón rallado, y por último añada las amarillas.
Coloque una capa fina de la mezcla de los huevos, luego una camada de plátanos, después una taza de leche condensada. Le sigue más plátano, más queso y finalice con lo que le queda de los huevos con papelón. Rállele la cáscara de un limón. En el horno durará unos veinte minutos, a 250°.
Y si aguanta a que se enfríe, espolvoréele canela para servir.
Recuerde que sólo son un par de lágrimas por torta, si se atreve a más podría agriar lo dulce.
No hay manera de no volver a sonreír después del primer bocado.

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