Cuando llegué a Caracas, una mujer de
ochenta y siete años de edad me alquiló una habitación, muy
próxima a la Universidad. Un día decía que me robaba los
cuchillos, otro que me secaba con su paño. Y así.
Casi al año de estacionarme allí, me
enamoré de él, nos enamoramos.
Ella insistía en que me gastaba su
perfume, y que podía demostrarlo.
Yo, lo metía a escondidas a él y lo
ocultaba en el armario, le echaba las sábanas encima y listo.
Amanda, entraba y revisaba mi cuarto,
porque quería encontrar sus cubiertos.
Un día me dijo que un vecino le contó
que me vio con él. Estuvimos de acuerdo en que no podía recibir
visitas.
Esperábamos a que se fuera, para que
saliera de entre la ropa, y estuviéramos allí día y noche.
Ella, manejaba un malibú verde, de
butacas de cuero beige. Nos asomábamos para verla estacionar. Cuando
pisaba la alfombra de la entrada, él y yo nos despedíamos como si
pudiéramos. Entraba al clóset. Yo, me hacía de un libro (leía la
Tía Tula de Unamuno, lo recuerdo bien).
Ella iba, me saludaba. Decía la
impertinencia de la noche, ojeaba el cuarto y se despedía.
Él orinaba en uno de esos envases de
jugo de naranja.
Recuerdo un día en que amaneció
derribando la puerta. Yo, le decía que ya iba. Ella, que le abriera,
que sabía que él estaba allí. No sabíamos qué hacer. Así que,
como estaba -en ropa interior- se guindó de la ventana. Nunca me
sentí con más miedo que ese día. Ella entró. Tenía una escoba en
la mano. La barrió bajo la cama. También abrió el armario y revisó
cada gaveta, como si pudiera doblarlo como a una camisa. Yo tragaba
grueso con cada movimiento, porque a pesar de que casi llegaba a los
noventa, se movía como de treinta.
Llovía, así que después concluimos
que por eso no se fijó en la cornisa.
A mí, no me quedó más que darle
calor a él.
Pero ése fue el último escondite.
El día después nos fuimos a casa de
la abuela Margarita. Comimos calentito, y nos empotramos en un
pequeño cuarto lleno de corotos, un clóset más grande para los
dos, el cuarto de los búhos.
Su vieja coleccionaba figuritas de los
animales de ojos grandes, redondos, y allí los habían de todos los
tamaños.
Margarita era una almohada. Su piel era
gordita, suave, fácil de querer. Sus manos eran pecosas, gruesas,
venosas. Y eran refugio. Ella había llegado de Mérida hace mucho y
con ella sus fogones.
Volvíamos siempre por el pastel de
plátano. También para avergonzar a los búhos.
Vivía en Coche, así que pasábamos
por el mercado, rescatábamos los más maduros y los llevábamos a
casa de la abuela para empalagar.
A ella le encantaba nuestra compañía.
Él se colaba entre sus piernas como gato mañoso. A mí que me
bailaba el humito de su cocina, me encontraban detrás de sus faldas
aprendiendo a hacer las arepas andinas, o lamiendo el fondo de las
ollas después de que sus guisos las vistieran.
Cuando nos íbamos de allí, un pasillo
largo, como la lengua de un hormiguero, nos esperaba para darnos al
menos cobijo. El techo goteaba, y un tobo lo recibía contento para
verdear el camino.
Él y yo encajábamos como un vaso
mojado entre otro. La vez que tratamos de desacoplarnos, la llamé a
la abuela, llorando. Ella me pidió que le llevase plátanos. “Es
mejor pastel si dejas caer un par de lágrimas”, me dijo. También
lo había llamado a él.
Hace poco leí que la abuela moría y
reviví junto a ella mis primeros días de emancipación, y la
angustia del primer amor. El sabor a plátano volvió a su lugar.
Pastel de plátano de la abuela
Margarita
Los plátanos deben estar bien maduros.
Los hace tajadas y los fríe. La cantidad depende del tamaño de la
tortera y de los plátanos. Embadurne el molde con aceite y harina,
para que la torta no se pegue del fondo, y le haga buena forma. Bata
tres claras de huevo a punto de nieve, agregue dos tazas de papelón
rallado, y por último añada las amarillas.
Coloque una capa fina de la mezcla de
los huevos, luego una camada de plátanos, después una taza de leche
condensada. Le sigue más plátano, más queso y finalice con lo que
le queda de los huevos con papelón. Rállele la cáscara de un
limón. En el horno durará unos veinte minutos, a 250°.
Y si aguanta a que se enfríe,
espolvoréele canela para servir.
Recuerde que sólo son un par de
lágrimas por torta, si se atreve a más podría agriar lo dulce.
No hay manera de no volver a sonreír
después del primer bocado.
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