A Clarice la conocí luna de mayo, al
borde de una praia do Rio Branco.
Había llegado a Boa Vista una semana
antes, y durante fui afluente de sus aguas sin orillas.
Esa noche, un taxi me ruleteó
por sus calles de aslfalto y tierra. Yo trataba de entenderla en
portugués y de cruzar su lengua para sacar del barro a Joana y a mí.
Lispector conducía y pisaba cada
cráter a propósito. En el batuque del Renault 16, la miraba cada
tanto asomarse en el retrovisor, para acusarme: lejos de su Corazón
salvaje. La luz tenue y amarillenta iba y venía en cada bache.
Yo tenía veintitrés, la misma edad que ella cuando escribió su
primera novela, entonces en mis manos. Sólo había podido garabatear
un par de cartas monocordes, unas cuantas noticias mediocres, y
soñaba poder arrugar el papel. “Yo sólo sé usar palabras y las
palabras son mentirosas”.
Cuando llegamos a la casa donde me
hospedaba, le ofrecí todos los reais
que tenía en la cartera, para que me diera otra vuelta. Cansada como
estaba, ni se volteó.
Cuando Clarice era pequeña, sus textos
fueron despreciados en concursos literarios, porque en vez de un
cuento, “describía sentimientos”. Ella nació y creció con
frenillos. Sus erres le conferían un dulce carácter de niña que
resistió a que la cortaran. No le molestaba, pero no le gustaba
hablar.
Por la tarde tomaba notas. En las
mañanas escribía. Metódica.
“Soy una persona muy ocupada: cuido
del mundo. Lúcidamente apenas hablo de las miles de cosas y personas
de quienes cuido. Pero no se trata de un empleo, pues dinero no gano
con eso. Quedo apenas sabiendo cómo es el mundo”.
¿Quién puede vivir de lo que escribe,
sin un Nobel, sin la autoayuda, la publicidad, la élite, y otros
monstruos? ¿Quién puede escribir sobre escribir, enunciar palabra
sobre palabra, lanzarlas como la piedra que rebota en la momentánea
tranquilidad del agua empozada?
Venderse es tomar un frasco de
aspirinas sin agua.
Dos mil once. Una editorial con nombre
de fruta recopila las publicaciones periódicas de Clarice Lispector,
hechas entre 1959 y 1961 para los periódicos de Río de Janeiro, el
Correo da Manha, en el que firmaba como Helen Palmer la columna
“Correo femenino-Diario de utilidades”; y otra como Ilka Soares
en el Diário da Noite, que además le da nombre al conjunto de notas
recogidas recientemente por Siruela: “Sólo para mujeres”.
A pesar de que las escribió letra por
letra, aquellos consejos y secretos, aquellas recetas, no son leales
a su autora. No pueden ser de ella, y por eso no las reconoció. Las
escribió con hambre, con la fatídica realidad de quien escribe.
Bastardas, aquellas líneas, son de Helen, son de Ilka, y también de
su Frankenstein, en menor medida. De ellas, esto:
“Hay mujeres de quienes podríamos
decir: no tienen rostro. Realmente es así, pues su fisionomía está
sumergida de tal manera, con rasgos indecisos y colores apagados, que
recuerdan un cuadro sólo esbozado, nunca terminado”.
Los pómulos de Clarice se parecen a
los míos, un par de cumbres, para zambullirse en el silencio
elegido.
Antes de bajarme de aquel taxi le
pregunté por qué era tan densa su selva, impenetrable. Sus ojos
marrones respondieron con otra pregunta sobre la hoja ajada: “¿Por
qué hablas de cosas difíciles, por qué empujas cosas enormes en un
momento simple?”.
He
estado algunos años tratando como Chaya (*)
coger con la
mano la palabra, pero como Joana, ha de ser que necesito saber lo que
quiero: otra noche en Buena Vista, y la cadencia de un berimbau,
mientras penetro el Perto do Coração Selvagem.
“Sé lo que quiero: una mujer fea
y limpia, con senos grandes, que me diga: ¿qué es eso de andar
inventando cosas?, nada de dramas, ¡venga aquí inmediatamente! –y
me dé un baño tibio, me ponga un camisón blanco de lino, trence mi
cabello y me meta en la cama, muy enfadada, diciendo: ¿qué es eso?,
andar por ahí sola, comiendo fuera de horas, que hasta va a coger
una enfermedad, déjese de inventar tragedias, piense que es grande y
buena la vida, tómese esa taza de caldo caliente. Me alza la cabeza
con la mano, me cubre con una sábana grande, aparta algunos mechones
de mi frente ya blanca y fresca, y me dice, antes de que yo me duerma
mansamente: va a ver qué pronto engorda esa carita, olvide tonterías
y quédese ahí, como una niña buena. Alguien que me recoja como un
perro humilde, que me abra la puerta, me regañe, me alimente, me
quiera severamente como a un perro, eso es lo que quiero, como a un
perro, como a un hijo”.
(*)
Chaya es el verdadero nombre de Clarice, que cambia a éste último
al llegar a Recife, Brasil, de dos meses de nacida, en 1921.
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