lunes, 29 de diciembre de 2014

Gastronauta 18: Antojo de coco

Cuando Irma parió a Gabriela, le contó los deditos, unos, dos, tres... diez. La persignó tres veces y procedió a inspeccionar todo el cuerpito de tres kilos trescientos que había pujado contra el mundo. Bajo el ombligo, el signo de un deseo no cumplido: un lunar con forma libro abierto.
Si, no se había comido página por página el ejemplar de la Biblia que reposaba en la gaveta de la mesita del lado derecho de la cama. Sólo había probado un poco de la tapa. Y no completó la arcada, cuando la devolvió completica.
Todas las mañanas abría el cajoncillo y babea sólo con el olor de las sagradas escrituras. Pero inmediato sentía el retortijón y detenía el impulso.
Comprobó a los meses, cuando sus piernas en ve coronaron la llegada de su primogénita, la impronta de su extraño padecimiento.

Irma no está sola. Cuando hinchó su vientre, a mi tía le dio por comer jabón azul en pasta. A mi prima, pasarle los dedos a los carros y chuparlos como si del mejor platillo habláramos. Una amiga rompía las paredes y se las comía a gajos.
Lo único que aliviaba la acidez de otra de mis segundas madres era lamer el cabello recién lavado de mi tío, a otra degustar la borra del café.
Las panzonas solemos mezclar lo dulce y lo salado, el agua con el aceite, inflar la lengua tanto como la barriga, almacenar energía en cadera, brazos y ancas, para luego desinflarnos en el camino lechoso de la teta.
"Sino lo vomitas, no fue un antojo", dicen las viejas. "La acidez con lo ácido se quita, chúpese un limón", repica otra por ahí.
Hay la que no padece ni coquito, la que lo único que le advierte de su gravidez es el leve crecimiento de su vientre. Bien por ella. Se dice que casi el noventa por ciento de las mujeres embarazadas sienten antojo o predilección por algún alimento, una preparación; y según la experiencia -propia y ajena- que lo que en el embarazo le produjo esa afición, después de parida lo asquea.

Gastronauta 17: La cocina madre todo lo cura


I
Las maletas reposaban hace quince años en la esquina del anexo que habita, desde que se vinieron de Mérida para ser alguien en la vida. Estudió dos profesiones, un idioma diferente al materno, trabajó dobles jornadas, fue sustento de su hogar, compuesto por su madre soltera y una hermana menor con problemas de aprendizaje. Y, en todo destacó.
Era algo así como el ejemplo de la “superación” en la modernidad: La sumisión del espíritu y del cuerpo como esencia, y la medalla en el pecho para tal “honor”.
Incluso, llegó a ser jefe. Todos lo obedecían como el que más. Inspiraba respeto por aquello de lustrar ambas mejillas, dispuestas a las bofetadas.
Llegado el momento se supo con “problemas” para relacionarse con el sexo opuesto, hasta que se descubrió homosexual. Llenaba cada una de las casillas que impone esta vida a la perfección, excepto por esto último, así que lo negó hasta que la olla de presión explotó y con ella desbordó su casa, largando a su madre y su hermana hacia los páramos andinos, desde donde caminan sus raíces.
Todo estuvo cubierto, menos sus papilas en orfandad, por vez primera desde que salivó la teta.
Al irse Magdalena, tuvo que voltear su mirada a la cocina y prepararse él mismo sus guisos. Fue entonces cuando la revelación tocó su puerta: No sabía ni hervir un huevo.
La sazón del vientre que lo cobijó no se podía comparar.
Aun así, dispuesto como el que más se instaló en los fogones, porque aprendería como lo hizo con la lengua japonesa, como lidió con “su personal”, aprendería a burbujear los paladares, principalmente el propio.
Cultivó entre sus manos los más extraños platillos. Casi pudo empollar los huevos y cocer el barro con el que haría antiquísimos manjares. Dominó los secretos de fogones propios y extraños, pero no lograba repetir el más sencillo caldo que ardía en su madre, la Pisca.
Cada tanto volvía al vapor que escalfaba Magdalena entre las nubes andinas.

Modo
Los trocitos de papa, el cebollín y el ajo antes dorados en manteca, se reducen en la sopa concentrada de pollo -desde el día anterior- y revuelta con la leche durante esa mañana. Ese compuesto salcochará los huevos y derretirá el queso, que será coronado último por el cilantro. La sal y la pimienta son condimentos suaves en la Pisca de Magdalena. Sin embargo, no falta en su mesa el más potente picante, la arepita de trigo y la natilla que acompañe el calor de su caldo.
Todos los alimentos son cultivados en el patio, o en el del vecino. Las vacas y las gallinas hicieron lo suyo para que él -con la primera cucharada- corriera entre los frailejones recitando como el que más el Palabreo de la Loca Luz Caraballo, abandonara todo esfuerzo por ser “alguien”, para reunirse en aquella roca con las montañas, y habitara en su pecho el silencio.

De Chachopo a Apartadero caminas, Luz Caraballo, con violeticas de mayo, con carneritos de enero; inviernos del ventisquero, farallón de los veranos, con fríos cordilleranos, con riscos y ajetreos, se te van poniendo feos los deditos de tus manos.
La cumbre te circunscribe al sólo aliento del nombre, lo que te queda del hombre que quién sabe dónde vive: cinco años que no te escribe, diez años que no lo ves, y entre golpes y traspiés, persiguiendo tus ovejos, se te van poniendo viejos los deditos de tus pies.
El hambre lleva en sus cachos algodón de tus corderos, tu ilusión cuenta sombreros mientras tú cuentas muchachos; una hembra y cuatro machos, subida, bajada y brinco, y cuando pide tu ahínco frailejón para olvidarte la angustia se te reparte: uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Tu hija está en un serrallo, dos hijos se te murieron, los otros dos se te fueron detrás de un hombre a caballo. “La Loca Luz Caraballo” dice el decreto del Juez, porque te encontró una vez, sin hijos y sin carneros, contandito los luceros:... seis, siete, ocho, nueve, diez...
De Andrés Eloy Blanco, para mi amigo.

sábado, 13 de diciembre de 2014

La conquista de la inocencia

Hoy, bien entrada la mañana me amanece la conversa desde el sur, más bien desde el norte del sur, donde la tierra colorea las pieles y descubre la verdad.
Le he dicho que estoy en duelo por perder la inocencia, y que después de muerta me hallo renaciendo.
Él me ha regalado un antídoto y yo inmediato abrí los labios.
Helo acá:


Gastronauta 16: Dulce lechosa

La lechosa es esa que se da casi en cualquier terreno, en toda época del año, esa que mientras las demás frutas suben de precio se mantiene o sigue siendo tan económica que es posible comprarla de a mucho e incluso dejarla perder, la misma a la que le cambiaron el nombre cuando “papaya” se usó para referirse a las partes “nobles” de la mujer.
La lechosa verde, madura. La lechosa.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Gastronauta 15: Verde, propiedad privada

Como a las brujas, arrinconan el árnica, la sábila, el anís estrellado y a cientos de plantas más. Se les acusa de magia verde, una que amenaza con desmoronar el castillo de naipes construido por las grandes farmacéuticas mundiales.
Los estados-gobiernos-empresas (redundancia) reúnen las ramas para la fogata y cantan en círculo —a conveniencia— el coro de la legalización. La trampa consiste en proscribirlas para luego patentarlas, sino miremos la escena mundial que se teje alrededor de la marihuana.
Incluso el expresidente mexicano Vicente Fox se pronunció a favor de la Santa María. Y cuando alguno de los títeres del establishment levanta la mano por alguna causa, una como buena oveja negra debe descarriar el paso del pastoreo mundial.
Precisamente, es México uno de los países que ha decidido censurar el uso de la medicina natural por su pueblo, uno que por cierto ocupa el cuarto lugar en el mundo en el uso de yerbas para mejorar la salud.

La trampa
¿Acaso para legalizar algo no debe aceptarse que es ilícito?
"Lo prohibido por la ley a causa de oponerse a la justicia, a la equidad, a la razón, o las buenas costumbres. Ilegal. Inmoral. Contrario al pacto obligatorio".
Siendo el término una construcción social, ¿cómo puede aplicarse a ese algo que crece sin permiso, y a pesar de la mano humana? ¿A quién enjuiciamos, sino a la naturaleza y esa parte de nosotros que vuelve a ella?
La trampa consiste en pedir permiso "para", y comerciarlo, dar a cambio el tiempo de su trabajo, traducido en un papel —llamado billete—, privándose de vivir.
Debe usted negar la historia y la prehistoria, la evolución de la mano y el paladar, arropar la experiencia trascendida en la palabra, comprar lo que antes pudo sembrar y cosechar, y acelerar la marcha a la reducción de nuestros cuerpos a un chip, uno más en el montón de chatarra que llamamos humanidad.

Verde.jpg