Cuando Irma parió a Gabriela, le contó
los deditos, unos, dos, tres... diez. La persignó tres veces y
procedió a inspeccionar todo el cuerpito de tres kilos trescientos
que había pujado contra el mundo. Bajo el ombligo, el signo de un
deseo no cumplido: un lunar con forma libro abierto.
Si, no se había comido página por
página el ejemplar de la Biblia que reposaba en la gaveta de la
mesita del lado derecho de la cama. Sólo había probado un poco de
la tapa. Y no completó la arcada, cuando la devolvió completica.
Todas las mañanas abría el cajoncillo
y babea sólo con el olor de las sagradas escrituras. Pero inmediato
sentía el retortijón y detenía el impulso.
Comprobó a los meses, cuando sus
piernas en ve coronaron la llegada de su primogénita, la impronta de
su extraño padecimiento.
Irma no está sola. Cuando hinchó su
vientre, a mi tía le dio por comer jabón azul en pasta. A mi prima,
pasarle los dedos a los carros y chuparlos como si del mejor platillo
habláramos. Una amiga rompía las paredes y se las comía a gajos.
Lo único que aliviaba la acidez de
otra de mis segundas madres era lamer el cabello recién lavado de mi
tío, a otra degustar la borra del café.
Las panzonas solemos mezclar lo dulce y
lo salado, el agua con el aceite, inflar la lengua tanto como la
barriga, almacenar energía en cadera, brazos y ancas, para luego
desinflarnos en el camino lechoso de la teta.
"Sino lo vomitas, no fue un
antojo", dicen las viejas. "La acidez con lo ácido se
quita, chúpese un limón", repica otra por ahí.
Hay la que no padece ni coquito, la que
lo único que le advierte de su gravidez es el leve crecimiento de su
vientre. Bien por ella. Se dice que casi el noventa por ciento de las
mujeres embarazadas sienten antojo o predilección por algún
alimento, una preparación; y según la experiencia -propia y ajena-
que lo que en el embarazo le produjo esa afición, después de parida
lo asquea.
Un poco antes de quedar encinta de mi
primera hija, le regalé al padre un perfume que no pudo usar más
sino después de haber parido, porque era para mí repugnante. Sobre
todo, el gusto y el olfato se sensibilizan aun más. Respiramos por
dos, late el doble de corazones en una misma unidad.
En Venezuela decimos que sino cumplimos
con los antojos, la muchacha le sale a una con la boca abierta. En
Argentina se habla de lunares en la piel de la forma que tenga el
capricho. Por ejemplo, que si una no se come la empanada de ricota y
pavo que quiso, entonces una mancha a modo de cuerno le crecerá al
bebé en alguna parte del cuerpo. Que si la cara le crece con la
deformidad del antojo insatisfecho. Y así.
Tengo varios días detrás de mi madre
para que a mi segunda hija, que goza del calorcito de mis entrañas
todavía, no sufra ninguno de estos males. El chantaje con mi mamá
no había funcionado. Pero ayer fui yo misma y compré los
ingredientes para que me prepare la Cocada maracucha que aprendió
cuando los tiernos doce la encontraban con la mujer que hasta ahora
ha sido.
Tarde de un día de diciembre del año
1971. La señora Ada, madre de la mejor amiga de la mía, paraba las
patas en la casa para cocinar. Era marchante, vendía ropa de casa en
casa desde su Maracaibo natal, hasta la Charallave que por esos años
adoptaría.
Sentaba a Florita en la cocina y la
enseñaría a mezclar el coco con papelón en su justo punto, para
preparar una especie de leche condensada que se deshace en los labios
y despierta sentidos que todavía no conocemos.
Heredó a mi madre porque con sus hijas
pasó lo que ahora pasa con nosotras -con mi hermana y conmigo- Nusa
y Nisa no aprendían porque no podían repetir las manos de Ada en la
hechura de su néctar.
Modo
Se licua un coco y se lleva al fuego
junto a tres tazas rasas de papelón rallado y media tacita de agua,
hasta que la mezcla repunta en caramelo. La paleta va y viene para
recibir las tres tazas de leche que se revolverán durante diez, o
quince minutos. Vuelta y vuelta con cuchara de palo y el toque final
es un huevito que se bate hasta "desaparecer", toque que le
dotará de una mejor consistencia al fruto de la palmera.
En casa de Ada, este manjar se
acostumbra como acompañante del tostón, de las galletas saladas, o
del casabe. En la mía, unas cuantas cucharadas nos sedan las ansias
y despiertan el deseo cada tanto.
----
Una podría trepar una palmera si de
eso se tratara, con barriga y todo, sin caerse. Porque parece un
impulso podría hacer crecer cocotero. Algunos científicos creen que
los antojos responden a la montaña rusa de las hormonas; otros a la
necesidad de nutrientes. Pero, si las embarazadas nos antojáramos de
los que necesitamos nos debería provocar más espinacas y menos
Cocada ¿no?
Después de todo un coquito no le cae
mal a nadie. Y al decir del emblema de la zulianidad, Armando Molero,
“¡Ay, coquito, coquito, coquito: No hay nadie en el mundo más
dulce que tú!”.
procedió a inspeccionar todo el cuerpito de tres kilos trescientos
que había pujado contra el mundo. Bajo el ombligo, el signo de un
deseo no cumplido: un lunar con forma libro abierto.
Si, no se había comido página por
página el ejemplar de la Biblia que reposaba en la gaveta de la
mesita del lado derecho de la cama. Sólo había probado un poco de
la tapa. Y no completó la arcada, cuando la devolvió completica.
Todas las mañanas abría el cajoncillo
y babea sólo con el olor de las sagradas escrituras. Pero inmediato
sentía el retortijón y detenía el impulso.
Comprobó a los meses, cuando sus
piernas en ve coronaron la llegada de su primogénita, la impronta de
su extraño padecimiento.
Irma no está sola. Cuando hinchó su
vientre, a mi tía le dio por comer jabón azul en pasta. A mi prima,
pasarle los dedos a los carros y chuparlos como si del mejor platillo
habláramos. Una amiga rompía las paredes y se las comía a gajos.
Lo único que aliviaba la acidez de
otra de mis segundas madres era lamer el cabello recién lavado de mi
tío, a otra degustar la borra del café.
Las panzonas solemos mezclar lo dulce y
lo salado, el agua con el aceite, inflar la lengua tanto como la
barriga, almacenar energía en cadera, brazos y ancas, para luego
desinflarnos en el camino lechoso de la teta.
"Sino lo vomitas, no fue un
antojo", dicen las viejas. "La acidez con lo ácido se
quita, chúpese un limón", repica otra por ahí.
Hay la que no padece ni coquito, la que
lo único que le advierte de su gravidez es el leve crecimiento de su
vientre. Bien por ella. Se dice que casi el noventa por ciento de las
mujeres embarazadas sienten antojo o predilección por algún
alimento, una preparación; y según la experiencia -propia y ajena-
que lo que en el embarazo le produjo esa afición, después de parida
lo asquea.
Un poco antes de quedar encinta de mi
primera hija, le regalé al padre un perfume que no pudo usar más
sino después de haber parido, porque era para mí repugnante. Sobre
todo, el gusto y el olfato se sensibilizan aun más. Respiramos por
dos, late el doble de corazones en una misma unidad.
En Venezuela decimos que sino cumplimos
con los antojos, la muchacha le sale a una con la boca abierta. En
Argentina se habla de lunares en la piel de la forma que tenga el
capricho. Por ejemplo, que si una no se come la empanada de ricota y
pavo que quiso, entonces una mancha a modo de cuerno le crecerá al
bebé en alguna parte del cuerpo. Que si la cara le crece con la
deformidad del antojo insatisfecho. Y así.
Tengo varios días detrás de mi madre
para que a mi segunda hija, que goza del calorcito de mis entrañas
todavía, no sufra ninguno de estos males. El chantaje con mi mamá
no había funcionado. Pero ayer fui yo misma y compré los
ingredientes para que me prepare la Cocada maracucha que aprendió
cuando los tiernos doce la encontraban con la mujer que hasta ahora
ha sido.
Tarde de un día de diciembre del año
1971. La señora Ada, madre de la mejor amiga de la mía, paraba las
patas en la casa para cocinar. Era marchante, vendía ropa de casa en
casa desde su Maracaibo natal, hasta la Charallave que por esos años
adoptaría.
Sentaba a Florita en la cocina y la
enseñaría a mezclar el coco con papelón en su justo punto, para
preparar una especie de leche condensada que se deshace en los labios
y despierta sentidos que todavía no conocemos.
Heredó a mi madre porque con sus hijas
pasó lo que ahora pasa con nosotras -con mi hermana y conmigo- Nusa
y Nisa no aprendían porque no podían repetir las manos de Ada en la
hechura de su néctar.
Modo
Se licua un coco y se lleva al fuego
junto a tres tazas rasas de papelón rallado y media tacita de agua,
hasta que la mezcla repunta en caramelo. La paleta va y viene para
recibir las tres tazas de leche que se revolverán durante diez, o
quince minutos. Vuelta y vuelta con cuchara de palo y el toque final
es un huevito que se bate hasta "desaparecer", toque que le
dotará de una mejor consistencia al fruto de la palmera.
En casa de Ada, este manjar se
acostumbra como acompañante del tostón, de las galletas saladas, o
del casabe. En la mía, unas cuantas cucharadas nos sedan las ansias
y despiertan el deseo cada tanto.
----
Una podría trepar una palmera si de
eso se tratara, con barriga y todo, sin caerse. Porque parece un
impulso podría hacer crecer cocotero. Algunos científicos creen que
los antojos responden a la montaña rusa de las hormonas; otros a la
necesidad de nutrientes. Pero, si las embarazadas nos antojáramos de
los que necesitamos nos debería provocar más espinacas y menos
Cocada ¿no?
Después de todo un coquito no le cae
mal a nadie. Y al decir del emblema de la zulianidad, Armando Molero,
“¡Ay, coquito, coquito, coquito: No hay nadie en el mundo más
dulce que tú!”.
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