La lechosa es esa que se da casi en
cualquier terreno, en toda época del año, esa que mientras las
demás frutas suben de precio se mantiene o sigue siendo tan
económica que es posible comprarla de a mucho e incluso dejarla
perder, la misma a la que le cambiaron el nombre cuando “papaya”
se usó para referirse a las partes “nobles” de la mujer.
La lechosa verde, madura. La lechosa.
Amalia en dulce
Llega la navidad. Después de
desconchar las más jojotas que conseguía, la abuela las pica en
tajadas, ni muy finas ni muy gruesas. Las pela con cuidado. Procura
no mancharse con la leche que se desprende del rabo.
Las pone al sereno día y noche para
terminar por ablandarlas en panela a la mañana del día siguiente.
Nosotras revoloteamos como abejas en la miel.
Ella, nos espanta a recogernos los
cabellos, no vaya a ser que le dañemos el cristal.
Así todas, “entrapamos”
la cabeza con los más improvisados turbantes.
Para ablandarlas mejor, las remoja en
bicarbonato durante cinco minutos, las escurre mientras la olla humea
al calor.
Es el acero habitual, tiznado en el
tiempo, abollado por falta de estante, amoldado al hervor de sus
manjares, al calor de sus olores, sus dolores, sus partos.
Al almíbar de su papelón no le hacía
falta agua, el jugo de las lechosas, unos cuantos clavitos de especie
y un toquecito de guayabita eran suficientes para dejar al dente las
lonjas de “mapaya”, como le llamaban los indígenas antes de que
Colón hiciera los desguaces históricos correspondientes.
La cocción dependerá de la cantidad
de lechosas al fuego, de unas tres horas hasta constatar la
consistencia y el cristalino del dulce.
La otra parte de la preparación es
lidiar con nuestra impertinencia: ¿Abuela, ya va a estar? ¿Abuela,
abuela? Amalia llevaba un vestido, siempre
de vestido nunca pantalón. Abajo, un fondo y nunca sostén.
El caso es que la falda la prefería con bolsillos para llevar los
cigarros. De allí mismo, sacaba un placebo para calmarnos, pero no
daba en el blanco sino unas cuantas lágrimas de sus nietos después.
El ingrediente secreto del dulce de lechosa de mi abuela reposaba en
nuestras ganas y la lenta cocción de su papaya.
La lechosa vuela
No es casualidad que a la vagina le
mentaran papaya, según por sus formas. Tampoco es por carambola que
en la Venezuela falocéntrica decir papaya es decir fácil ¡Qué
papaya!
Pero, cambiar su nombre al de lechosa
no niega la genitalidad.
Alguna mujer rezuma un fluido lechoso
durante el orgasmo, incluso con tanta o más potencia que un hombre.
Se dice que la eyaculación de una mujer llegó a los tres metros de
distancia. Como en el dulce no hace falta que le añadan, su propio
hervor burbujea en caramelo y subleva la carne.
J.A. Díaz dice en su libro Agricultor
venezolano, escrito en 1861 que “esta planta es ansiosa de
aire libre y de la luz más que otras, si nace en el bosque o
encerrada entre paredes, se estira y eleva de una manera increíble”.
En mi casa siempre hay lechosa. Bien
sea por la papaína para facilitar la digestión, o como presencia de
mi abuela, que al día de hoy, hacen tres diciembres, nos legó las
cantidades exactas para que cada cual diera paleta a su propio
manjar, y fuera rocío en pleno vapor.
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