I
Las maletas reposaban hace quince años
en la esquina del anexo que habita, desde que se vinieron de Mérida
para ser alguien en la vida. Estudió dos profesiones, un
idioma diferente al materno, trabajó dobles jornadas, fue sustento
de su hogar, compuesto por su madre soltera y una hermana menor con
problemas de aprendizaje. Y, en todo destacó.
Era algo así como el ejemplo de la
“superación” en la modernidad: La sumisión del espíritu y del
cuerpo como esencia, y la medalla en el pecho para tal “honor”.
Incluso, llegó a ser jefe. Todos lo
obedecían como el que más. Inspiraba respeto por aquello de
lustrar ambas mejillas, dispuestas a las bofetadas.
Llegado el momento se supo con
“problemas” para relacionarse con el sexo opuesto, hasta que se
descubrió homosexual. Llenaba cada una de las casillas que impone
esta vida a la perfección, excepto por esto último, así que lo
negó hasta que la olla de presión explotó y con ella desbordó su
casa, largando a su madre y su hermana hacia los páramos andinos,
desde donde caminan sus raíces.
Todo estuvo cubierto, menos sus papilas
en orfandad, por vez primera desde que salivó la teta.
Al irse Magdalena, tuvo que voltear su
mirada a la cocina y prepararse él mismo sus guisos. Fue entonces
cuando la revelación tocó su puerta: No sabía ni hervir un huevo.
La sazón del vientre que lo cobijó no
se podía comparar.
Aun así, dispuesto como el que más
se instaló en los fogones, porque aprendería como lo hizo con la
lengua japonesa, como lidió con “su personal”, aprendería a
burbujear los paladares, principalmente el propio.
Cultivó entre sus manos los más
extraños platillos. Casi pudo empollar los huevos y cocer el barro
con el que haría antiquísimos manjares. Dominó los secretos de
fogones propios y extraños, pero no lograba repetir el más sencillo
caldo que ardía en su madre, la Pisca.
Cada tanto volvía al vapor que
escalfaba Magdalena entre las nubes andinas.
Modo
Los trocitos de papa, el cebollín y el
ajo antes dorados en manteca, se reducen en la sopa concentrada de
pollo -desde el día anterior- y revuelta con la leche durante esa
mañana. Ese compuesto salcochará los huevos y derretirá el queso,
que será coronado último por el cilantro. La sal y la pimienta son
condimentos suaves en la Pisca de Magdalena. Sin embargo, no falta en
su mesa el más potente picante, la arepita de trigo y la natilla que
acompañe el calor de su caldo.
Todos los alimentos son cultivados en
el patio, o en el del vecino. Las vacas y las gallinas hicieron lo
suyo para que él -con la primera cucharada- corriera entre los
frailejones recitando como el que más el Palabreo de la Loca
Luz Caraballo, abandonara todo esfuerzo por ser “alguien”, para
reunirse en aquella roca con las montañas, y habitara en su pecho el
silencio.
De Chachopo a Apartadero caminas,
Luz Caraballo, con violeticas de mayo, con carneritos de enero;
inviernos del ventisquero, farallón de los veranos, con fríos
cordilleranos, con riscos y ajetreos, se te van poniendo feos los
deditos de tus manos.
La cumbre te circunscribe al sólo
aliento del nombre, lo que te queda del hombre que quién sabe dónde
vive: cinco años que no te escribe, diez años que no lo ves, y
entre golpes y traspiés, persiguiendo tus ovejos, se te van poniendo
viejos los deditos de tus pies.
El hambre lleva en sus cachos
algodón de tus corderos, tu ilusión cuenta sombreros mientras tú
cuentas muchachos; una hembra y cuatro machos, subida, bajada y
brinco, y cuando pide tu ahínco frailejón para olvidarte la
angustia se te reparte: uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Tu hija está en un serrallo, dos
hijos se te murieron, los otros dos se te fueron detrás de un hombre
a caballo. “La Loca Luz Caraballo” dice el decreto del Juez,
porque te encontró una vez, sin hijos y sin carneros, contandito los
luceros:... seis, siete, ocho, nueve, diez...
De Andrés Eloy
Blanco, para mi amigo.
II
Antonio nació el 28 de octubre de
1916, en Calabria. Hacía guerra. Y, de las tetas de su madre muerta
fue recogido por ajenos y criado como igual. Galopó la vida con la
fiereza de un corcel sin dueño, evadiendo el plomo que amenazó
siempre dejarle manco de alas.
Creció como la semilla que por “error”
se deja caer en el camino.
Sus dos ramas convertían las hojas en
leche de madre, se estiraban tanto como para alcanzar cada luna en el
cielo de pechos ajenos.
Fue criado por mujeres y creció entre
los pestos y las sales de un mediterráneo implacable, recostado
sobre su blanquísima piel.
Las redes de los pescadores desvestían
de vez en cuando su deseo, en la marea de la pesca a la que se
resistía, porque prefería el fogón de la cocina a la brasa de la
mar.
Así se hizo de las ollas y las salsas.
Cuando tenía veintitrés años,
recuerda, iba por leche a la aldea del lado. Caminaba con una paila
golpeada, tanto como Italia, y casi llegaba a su destino cuando la
Segunda explotó en su cara derribando el horizonte. Un viejo corrió
hacia su espalda y lo derribó, protegiéndole de las balas. Debajo
permaneció hasta que las municiones callaron.
Al levantar la mirada, la sangre la
volvió a cerrar. Todo cuanto le rodeaba volvía al vientre de su
madre. No tardó el Estado en reclutarle. De profesión cocinero, se
dedicó seis años a no morirse de hambre, luego a rendir mazacotes
para la tropa.
Cuando logró huir, vino a parar a las
costas del Lago de Maracaibo. Buscaba Argentina y se encontró en los
calores zulianos. Sin documentos que certificaran su existencia, como
ficha de ajedrez se movió hacia los montes del centro de Venezuela,
y llegó a Charallave. Ya tenía treinta años, y las manos pasmadas
por la guerra.
En la bota quedaron sus hijos Franco,
Silvana y Flora. Con la promesa rota de volver.
De ayudante de obras a maestro, sus
dedos inquietos levantaron buena parte de los edificios de la
Charallave vieja. Hasta que pudo levantar su propio comedero. Allí
conoció a la Abuela. Juntos hicieron los mejores platos. Él repitió
en sus primeros tres hijos los nombres de los que había dejado en
cocción: Franco, Silvana y Flora, el menú de la casa.
Al abuelo se lo recuerda por distribuir
sacos de comida entre la comunidad pobre en la que levantó a sus
ocho hijos y regalar frascos de leche a los niños que se acercaban a
la casa materna, buscando como él la teta de su boca amputada.
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