lunes, 29 de diciembre de 2014

Gastronauta 17: La cocina madre todo lo cura


I
Las maletas reposaban hace quince años en la esquina del anexo que habita, desde que se vinieron de Mérida para ser alguien en la vida. Estudió dos profesiones, un idioma diferente al materno, trabajó dobles jornadas, fue sustento de su hogar, compuesto por su madre soltera y una hermana menor con problemas de aprendizaje. Y, en todo destacó.
Era algo así como el ejemplo de la “superación” en la modernidad: La sumisión del espíritu y del cuerpo como esencia, y la medalla en el pecho para tal “honor”.
Incluso, llegó a ser jefe. Todos lo obedecían como el que más. Inspiraba respeto por aquello de lustrar ambas mejillas, dispuestas a las bofetadas.
Llegado el momento se supo con “problemas” para relacionarse con el sexo opuesto, hasta que se descubrió homosexual. Llenaba cada una de las casillas que impone esta vida a la perfección, excepto por esto último, así que lo negó hasta que la olla de presión explotó y con ella desbordó su casa, largando a su madre y su hermana hacia los páramos andinos, desde donde caminan sus raíces.
Todo estuvo cubierto, menos sus papilas en orfandad, por vez primera desde que salivó la teta.
Al irse Magdalena, tuvo que voltear su mirada a la cocina y prepararse él mismo sus guisos. Fue entonces cuando la revelación tocó su puerta: No sabía ni hervir un huevo.
La sazón del vientre que lo cobijó no se podía comparar.
Aun así, dispuesto como el que más se instaló en los fogones, porque aprendería como lo hizo con la lengua japonesa, como lidió con “su personal”, aprendería a burbujear los paladares, principalmente el propio.
Cultivó entre sus manos los más extraños platillos. Casi pudo empollar los huevos y cocer el barro con el que haría antiquísimos manjares. Dominó los secretos de fogones propios y extraños, pero no lograba repetir el más sencillo caldo que ardía en su madre, la Pisca.
Cada tanto volvía al vapor que escalfaba Magdalena entre las nubes andinas.

Modo
Los trocitos de papa, el cebollín y el ajo antes dorados en manteca, se reducen en la sopa concentrada de pollo -desde el día anterior- y revuelta con la leche durante esa mañana. Ese compuesto salcochará los huevos y derretirá el queso, que será coronado último por el cilantro. La sal y la pimienta son condimentos suaves en la Pisca de Magdalena. Sin embargo, no falta en su mesa el más potente picante, la arepita de trigo y la natilla que acompañe el calor de su caldo.
Todos los alimentos son cultivados en el patio, o en el del vecino. Las vacas y las gallinas hicieron lo suyo para que él -con la primera cucharada- corriera entre los frailejones recitando como el que más el Palabreo de la Loca Luz Caraballo, abandonara todo esfuerzo por ser “alguien”, para reunirse en aquella roca con las montañas, y habitara en su pecho el silencio.

De Chachopo a Apartadero caminas, Luz Caraballo, con violeticas de mayo, con carneritos de enero; inviernos del ventisquero, farallón de los veranos, con fríos cordilleranos, con riscos y ajetreos, se te van poniendo feos los deditos de tus manos.
La cumbre te circunscribe al sólo aliento del nombre, lo que te queda del hombre que quién sabe dónde vive: cinco años que no te escribe, diez años que no lo ves, y entre golpes y traspiés, persiguiendo tus ovejos, se te van poniendo viejos los deditos de tus pies.
El hambre lleva en sus cachos algodón de tus corderos, tu ilusión cuenta sombreros mientras tú cuentas muchachos; una hembra y cuatro machos, subida, bajada y brinco, y cuando pide tu ahínco frailejón para olvidarte la angustia se te reparte: uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Tu hija está en un serrallo, dos hijos se te murieron, los otros dos se te fueron detrás de un hombre a caballo. “La Loca Luz Caraballo” dice el decreto del Juez, porque te encontró una vez, sin hijos y sin carneros, contandito los luceros:... seis, siete, ocho, nueve, diez...
De Andrés Eloy Blanco, para mi amigo.
II
Antonio nació el 28 de octubre de 1916, en Calabria. Hacía guerra. Y, de las tetas de su madre muerta fue recogido por ajenos y criado como igual. Galopó la vida con la fiereza de un corcel sin dueño, evadiendo el plomo que amenazó siempre dejarle manco de alas.
Creció como la semilla que por “error” se deja caer en el camino.
Sus dos ramas convertían las hojas en leche de madre, se estiraban tanto como para alcanzar cada luna en el cielo de pechos ajenos.
Fue criado por mujeres y creció entre los pestos y las sales de un mediterráneo implacable, recostado sobre su blanquísima piel.
Las redes de los pescadores desvestían de vez en cuando su deseo, en la marea de la pesca a la que se resistía, porque prefería el fogón de la cocina a la brasa de la mar.
Así se hizo de las ollas y las salsas.
Cuando tenía veintitrés años, recuerda, iba por leche a la aldea del lado. Caminaba con una paila golpeada, tanto como Italia, y casi llegaba a su destino cuando la Segunda explotó en su cara derribando el horizonte. Un viejo corrió hacia su espalda y lo derribó, protegiéndole de las balas. Debajo permaneció hasta que las municiones callaron.
Al levantar la mirada, la sangre la volvió a cerrar. Todo cuanto le rodeaba volvía al vientre de su madre. No tardó el Estado en reclutarle. De profesión cocinero, se dedicó seis años a no morirse de hambre, luego a rendir mazacotes para la tropa.
Cuando logró huir, vino a parar a las costas del Lago de Maracaibo. Buscaba Argentina y se encontró en los calores zulianos. Sin documentos que certificaran su existencia, como ficha de ajedrez se movió hacia los montes del centro de Venezuela, y llegó a Charallave. Ya tenía treinta años, y las manos pasmadas por la guerra.
En la bota quedaron sus hijos Franco, Silvana y Flora. Con la promesa rota de volver.
De ayudante de obras a maestro, sus dedos inquietos levantaron buena parte de los edificios de la Charallave vieja. Hasta que pudo levantar su propio comedero. Allí conoció a la Abuela. Juntos hicieron los mejores platos. Él repitió en sus primeros tres hijos los nombres de los que había dejado en cocción: Franco, Silvana y Flora, el menú de la casa.
Al abuelo se lo recuerda por distribuir sacos de comida entre la comunidad pobre en la que levantó a sus ocho hijos y regalar frascos de leche a los niños que se acercaban a la casa materna, buscando como él la teta de su boca amputada.

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