sábado, 29 de noviembre de 2014

PalmeraSKAnibales: resistencia musical contra los íconos de la industria

PalmeraSKAnibales, 23 años de pachanga y resistencia

Por: Ernesto J. Navarro

Palmeras Kaníbales es quizá la banda más cara de Venezuela, políticamente hablando. 

Son unos sobrevivientes a la segadora hoz de la industria cultural en la década de los 90. Invisibilizados por la maquinaria comunicacional, aprendieron como los guerrilleros a moverse en medio de la oscurana.

Les juro que la primera que los vi, tocaban en un programa de Tv llamado “A puerta cerrada”. Era 1995 y en ese mismo espacio estuvieron: Sin Sospechas, El Pacto y Cebollas Ardientes. Para entonces desconocía que eran, y han sido, obreros de la música.

Quizá por esa razón la banda se funda el 1ro de mayo de 1992. Desde entonces y a lo largo de 23 años empuñan, además de los instrumentos, las premisas de: Música, Autogestión y Trabajo Independiente. 

Su música es pa pulir la hebillaSu estilo es pachanguero, pero las letras de sus canciones no se andan con rodeos. Son genéticamente caribes y eso hace que sus canciones lleven Ska, Rock Steady, Reaggae y un montón de ritmos afro latinos.

En el año 1997 llega la internacionalización y desde entonces han difundido su música desde la Selva Lacandona (donde se atrincheran los Zapatistas), en Chiapas México, hasta la República Checa, del otro lado del charco.

Hace un mes regresaron de una nueva gira por Europa. Allí pusieron a sonar música nueva como este tema: Planeta Venceremos (VIDEO) 

Las Palmeras están invitados para el concierto juvenil de apertura de festival el sábado 29 de noviembre en la Plaza Diego Ibarra de Caracas. El cartel anuncia a: Café Tacvba, Campesinos Rap, Cultura Profética, Desorden Público, Los que rezan y Zapato 3. Dice la web del festival que el concierto es para las 5pm.

Allí empieza la conversa con Luciano Calello, vocalista y guitarrista de Palmeras Kanibales.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Gastronauta 14: La cola que somos


Hacía cola. Como seguro usted habrá consumado tantas otras.
Ayer no menos descubrí que la fila de gente, de unas cien personas, que se edificaba en el Unicasa de abajo en Charallave, era para comprar gelatina (gel) para el cabello. Y la de más arriba era para comerse un raspao’ con leche.
Una hace cola para casi cualquier cosa. Incluso, llega a conocer a fondo gente de diferentes credos, tamaños, colores, mientras espera y crece la extremidad. Hace una de psicóloga, cura y confesionario, o consultora legal a la que el marido le pega (civilizadamente).
Pero las colas no son de ahora. Desde chiquita te enseñan a encarrilarte. Fila para cantar el himno, pupitre tras pupitres, extiende el brazo hasta el hombro del otro, matricula entre los verdes para la defensa de la patria, camina a mi paso, y un, dos, y un dos, y así.
La civilidad es una cola, formadita, y mejor si se forma sola. Y si usted llega temprano, la civilidad es una cola enlistada y atendida hasta el número tal, porque ya no quedan más puestos.
En los pueblos en los que el diablo sopla en el cuello de la gente no falta el tropiezo con el que alquila el banquito y casi le explota un alíen en la panza, o el que te ofrece agua puyá súperfría, hasta pañuelos y abanicos para luchar “la calor”, el o la que se ofrece a hacerte la cola a cambio de, no falta el rabo en los pueblos en los que falta el agua y arrecian las bilis.
Así ocurrió que una vez -en una de esas formaciones en las que nace el sol en la mollera- que no hacía ánimos de conversa alguna y el Mercal de entonces no terminaba de abrir sus puertas. Nos veíamos todos como gallina que mira sal.
Por allá, al fondo, una viejita trataba de hacerse paso. El apelotonamiento le impedía continuar, también los gritos que cerraban fila como una mano que aprieta a la otra:
-“No te colees vieja er’coño”.
-“Haz tu cooooola, nojoda”.
Las arrugas de la señora de vez en cuando se expandían. Sonreía y trepaba las barreras “humanas” que le impedían el tránsito.
Cayó y rodó hasta las patas de una sillita de alquiler. Nadie acudió a levantarla. Al que se atreviera, lo masticaría la jauría. Lo único que una podía alzar era el cogote, para atestiguar lo que sucedía.
Llegó a mí. No hablaba. Sumergió su lengua en la raíz, era uno de esos árboles que se alzan en las quebradas urbanas, aguantando mierda.
La acompañé en el silencio. Yo, estaba más o menos a la mitad de la fila. Me derretía como el resto. Una vez pasaba enfrente, apaciguaba el rebaño. Como dicen del Moisés, pudo abrir la mar bravía y no usó vara alguna contra los bocabierta.
Un par de hipocampos asomaron sus motos como dientes, pero la doñita no oía ronquido alguno. El sol de fondo no le cegaba, en su horizonte una eme rojiamarilla sobre el celeste.
Otra señora, de pliegues en la cara y cabellos de plata, le prometió piedras. Pero la vieja de paso firme miró los ojos de la Medusa y siguió el camino.
Al fin pudo bifurcar el sudor y el agua puyá súperfría para llegar, alistar el manojo, hendir el candado, subir las aldabas y abrir las puertas del Mercal.
Al pasar la llave, cayeron nuestras colas y pudimos ingresar erectos, para hacer lo que hace la civilidad: comprar.

Hablaba, y hablaba

Ilustración de Glauco Capozzoli.
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. 
Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. 
Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

Max Aub (París –España, 1903-1972)

lunes, 24 de noviembre de 2014

Retorno

Esta mañana les hice el atolito de la abuela.
Lo sirvo y me siento con las tres en la mesa.

No tarda en probarlo, cuando la más grande me dice que la transporté al maternal, cuando comía junto a Tito y Mariana el mismo alimento calientito, que preferían al puré de plátanos.

-Éste plato me hace recordar a Mariana, me dice mientras traga.
Hace una pausa, respira hondo, me mira y continúa.

La amiguita murió recientemente, y cada vez que Cami habla de ella se le siente el nudo que desata de a poco.

Un olor, una imagen, una lengua, para traer de vuelta a la abuela, a la hermana.
Todos venimos de la infancia, de cuando los árboles eran altos, y las piernas de nuestro padre una mecedora. De cuando un beso de mamá aliviaba cualquier derrumbe, y el atolito era una sonrisa repartida.

Les comparto este video, hecho en 2013 por Natalia Chernysheva.
Con él, lo mucho que extraño a mi abuela.


sábado, 22 de noviembre de 2014

La existencia, como vida misma


Siempre me cuestiono.

Últimamente me pregunto para qué imitar las formas y el sabor de la carne a través de composiciones vegetales, como el plátano, la lenteja, los garbanzos y etcétera ¿Acaso no se sigue siendo "carnívora" en la idea?
Yo no quiero copiar nada, sólo quiero dejar de pensar y de hacer daño a otro y sobrepasar mis instintos, qué quién dice son carnívoros.

Entiendo que esta forma de acudir al alimento se define como más "sana", desde el punto de vista biológico, para las personas que comen animales, y las que no también.
Yo misma la he probado, pero insisto ¿No es contradictorio ideológicamente?
No es mi intención juzgar, cada cual su circunstancia, sólo me invito al debate.
Aquí, una que amanece con sus contradicciones en lluvia.
Y a la que luego el poeta Pablo Gramajo la sienta de culo:

martes, 18 de noviembre de 2014

Buen salvaje


Cuando una hormiga te pica en el cuello  el instinto alza la mano y la estampa contra la piel. Y una mata. Si, sin adornitos, una quita la vida.

Una vez gobernado el instinto, una decide si dar muerte o no a la pequeña obrera. Actúa así la convicción, la cooperación. Después de todo, qué daño puede ocasionarte un pellizco.

Cada vez que a mi nena de un añito la asiste una hormiguita, exclama repetidamente "pisa, pisa, pisa". Le explico a Pola que no por ser más grande se debe abusar del poder… pero la euforia me interrumpe: "pisa, pisa, pisa".

El estado de sus hormonas es todavía cavernario; si una fuera sólo aullidos no hubiese luna a salvo y de vez en cuando bajara la montaña con la presa en la boca.

Es cuando aprendemos a domesticar el grito inicial, o redondeamos las esquinas para que no tropiece nuestra camisa de fuerza, adaptación le llaman.

Al decir de Roland Barthes “Una mosca me molesta y la mato: uno mata lo que lo molesta. Si no hubiese matado a la mosca hubiera sido por puro liberalismo: soy liberal para no ser un asesino”.

¿Qué pasa con la mosca que se posa igual en la mierda que en tu boca? ¿O aquella que se disfraza de mariposa? Mi abuela la haría tortilla y le repicaría a Barthes que la mosca muerta te sirve para pescar.



Gastronauta 13: El hambre es una cárcel


Sobrevivimos la era de los memes, y recientemente me encontré con uno que me hizo volver a pensar en la desdicha del hambriento, que como adenda tampoco tiene techo: Doble penuria en la satisfacción de dos de los deseos primarios del mono erecto.


“En EEUU el número de casas vacías supere la cantidad de personas sin hogar” levanta un cartel un hombre blanco, rubio, de contextura gruesa, bien gringo.
Ése también es el país del sueño americano, en el que crece la estadística según la cual cada vez más ciudadanos del primer mundo prefieren delinquir para poder acceder a la comida y la “vivienda” que “les ofrece” el sistema carcelario.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Caída del Muro de Berlín, el triunfo de los inteligentes sobre los felices

Por: Ernesto J. Navarro e Indira Carpio Olivo
 
Gerda lloraba sin consuelo alguno. Carlos y Eva le hablaron durante horas acompañando a la amiga que con lágrimas sacaba todo lo que tenía apretado entre el alma y el corazón.

En aquel invierno de 1989 las calles de Köln, ciudad separada de la capital de Alemania por más de 570 kilómetros, eran un carnaval. Para Gerda un viernes santo. Había gente que no podía dar crédito a lo que ocurría. Se preguntaban si era cierto. “Fue desconcertante”, nos contó Carlos. 

Gerda dejó a toda su familia en la parte oriental de la Alemania dividida y con 20 años de distancia había aprendido a vivir de la nostalgia. Hace una generación, cuando cayó el Muro de Protección Antifascista, su llanto era expresión de una parálisis interior que le impidió salir corriendo. Como un preso que luego de 50 años de cárcel es puesto en la calle, no sabía cómo vivir sin la reja.