Por: Ernesto J. Navarro e Indira Carpio Olivo
Gerda lloraba sin consuelo alguno. Carlos y Eva le hablaron durante horas acompañando a la amiga que con lágrimas sacaba todo lo que tenía apretado entre el alma y el corazón.
En aquel invierno de 1989 las calles de Köln, ciudad separada de la
capital de Alemania por más de 570 kilómetros, eran un carnaval. Para
Gerda un viernes santo. Había gente que no podía dar crédito a lo que ocurría. Se preguntaban si era cierto. “Fue desconcertante”, nos contó Carlos.
Gerda dejó a toda su familia en la parte oriental de la Alemania dividida
y con 20 años de distancia había aprendido a vivir de la nostalgia.
Hace una generación, cuando cayó el Muro de Protección Antifascista, su
llanto era expresión de una parálisis interior que le impidió salir
corriendo. Como un preso que luego de 50 años de cárcel es puesto en la
calle, no sabía cómo vivir sin la reja.
Caracas, también noviembre, pero de 1978. Eva Sheurisch era la
representante para Latinoamérica de una compañía multinacional belga. Carlos Fernández, el motorizado de la tienda, empleaba su vehículo para conseguir el dinero que le ayudase a terminar su licenciatura en Filosofía.
Él, ya de treinta y dos años, vivía en Los Rosales-La Bandera, lo que
le retaba a congeniar el barrio con la academia. Sin embargo, no le
costó terminar su tesis sobre Henry Miller, para largar sus divagaciones
a más de ocho mil kilómetros de Caracas, detrás de la alemana con la que se orillaría en los bordes del Rin.
Acabó en dos meses el trance por el que había pasado años, y
enamorados llegaron a Colonia un 01 de noviembre de 1989, ocho días
antes de que derribasen a Berlín, Gerda lo llorara, y ellos la
consolaran.
“Nadie habla sobre la cantidad de suicidios que sucedieron a la caída
del Muro”, recuerda Carlos, 25 años después, bajo la sombra de unos
árboles en la plaza de los Museos mientras talla una de sus obras.
Unos días más tarde Gerda, que había hecho los 500 kilómetros de Khöl a Berlín, cruzó los restos del muro y llegó al hogar de su infancia, volvería a casa de Carlos y Eva para contarles además, que descubrió el dolor de sus seres queridos y a gran parte de su familia fallecida en medio de la distancia.
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Cayó el muro de Berlín y no fue el final de nada. Allí comenzó la otra historia, la que no se cuenta, la de los ciudadanos de a pie.
Nadie fue responsable de aquellas muertes ocurridas en el lado oriental de Alemania tras el nueve de noviembre. Carlos Fernández recuerda que el disparo de las tasas de suicidios jamás fueron noticia.
“Simplemente porque no podían cogerle el ritmo a un cambio tan brutal
y tan repentino. Hubo una alta tasa de suicidios de los cuales nunca se
habló. Porque los orientales no aspiraban un cambio de esa naturaleza.
Incluso hubo gente que perdió el juicio, porque no se pudieron adaptar
jamás”.
Pero ¿Cómo puede un muro dividir la historia? Más aún ¿Cómo puede su derrumbe unirla?
En opinión de este venezolano que vivió el desmoronamiento de una
esperanza, este acontecimiento si fue brutal, porque “no fue un proceso
de adaptación como ocurrió por ejemplo con el cambio de moneda. Cuando
el marco dio paso al euro hubo como seis meses para adaptar a las
personas. Ese cambio pretendía que fuera de un solo día, fue tan
drástico que únicamente sirvió a quienes sacaron provecho político de
ello como Helmut Kohl”.
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Carlos caminó la Alemania oriental postmuro con un grupo de teatro
itinerante, para explicarle “de pasito, poco a poco y con cariño” en qué
consistía la transición a la democracia burguesa. “Era
como una suerte de pildorita para que la vaina no les doliera tanto”. Y
aunque tuvieron éxito, no pudieron evitar el dolor.
Un cuarto de siglo después de aquel derrumbe, todavía se habla de la
Ostalgie (término germano para referirse a la nostalgia de otros
tiempos) por la Alemania que lo intentó.
Siguen siendo diferentes los habitantes de Oriente y Occidente “Lo
único que los igualaba era que hablaban alemán”. En el 89, Carlos notaba
a los del levante “más amorosos, más amables, hablaban con más calma.
Tenían un sentido de existencia del tiempo más lento. No la angustia de
vivir bajo el peso de un caprichoso progreso que no termina nunca de
realizarse y que lo mantiene a uno como pinchao’ por el culo. Porque
como decía Facundo Cabral, el progreso lo realizan los inteligentes en
contra de la gente feliz”.
El bombardeo capitalista se instaló con toda su burguesía empresarial y mediática, transfigurando el paisaje.
“Cuando yo estuve en Berlín, ya había sido objeto, no de una
unificación sino, como dijo Günter Grass, de una invasión. Sobre todo de
las empresas trasnacionales como Sony, Panassonic, Samsung, que se
apoderaron del nuevo mercado oriental”. El vendaval de la oferta y la
demanda comenzó con la venta de los trozos del propio muro caído, una
metáfora de lo que vendría. “Vendían no sólo pedazos, sino y también la
tierra de los alrededores”, cuenta Carlos.
Había dolor de antes, dolor después, allá y acá. Gerda, durante la distancia, se convirtió en alcohólica.
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