domingo, 9 de noviembre de 2014

Caída del Muro de Berlín, el triunfo de los inteligentes sobre los felices

Por: Ernesto J. Navarro e Indira Carpio Olivo
 
Gerda lloraba sin consuelo alguno. Carlos y Eva le hablaron durante horas acompañando a la amiga que con lágrimas sacaba todo lo que tenía apretado entre el alma y el corazón.

En aquel invierno de 1989 las calles de Köln, ciudad separada de la capital de Alemania por más de 570 kilómetros, eran un carnaval. Para Gerda un viernes santo. Había gente que no podía dar crédito a lo que ocurría. Se preguntaban si era cierto. “Fue desconcertante”, nos contó Carlos. 

Gerda dejó a toda su familia en la parte oriental de la Alemania dividida y con 20 años de distancia había aprendido a vivir de la nostalgia. Hace una generación, cuando cayó el Muro de Protección Antifascista, su llanto era expresión de una parálisis interior que le impidió salir corriendo. Como un preso que luego de 50 años de cárcel es puesto en la calle, no sabía cómo vivir sin la reja.
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Caracas, también noviembre, pero de 1978. Eva Sheurisch era la representante para Latinoamérica de una compañía multinacional belga. Carlos Fernández, el motorizado de la tienda, empleaba su vehículo para conseguir el dinero que le ayudase a terminar su licenciatura en Filosofía.

Él, ya de treinta y dos años, vivía en Los Rosales-La Bandera, lo que le retaba a congeniar el barrio con la academia. Sin embargo, no le costó terminar su tesis sobre Henry Miller, para largar sus divagaciones a más de ocho mil kilómetros de Caracas, detrás de la alemana con la que se orillaría en los bordes del Rin. 

Acabó en dos meses el trance por el que había pasado años, y enamorados llegaron a Colonia un 01 de noviembre de 1989, ocho días antes de que derribasen a Berlín, Gerda lo llorara, y ellos la consolaran.

“Nadie habla sobre la cantidad de suicidios que sucedieron a la caída del Muro”, recuerda Carlos, 25 años después, bajo la sombra de unos árboles en la plaza de los Museos mientras talla una de sus obras.

Unos días más tarde Gerda, que había hecho los 500 kilómetros de Khöl a Berlín, cruzó los restos del muro y llegó al hogar de su infancia, volvería a casa de Carlos y Eva para contarles además, que descubrió el dolor de sus seres queridos y a gran parte de su familia fallecida en medio de la distancia. 

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Cayó el muro de Berlín y no fue el final de nada. Allí comenzó la otra historia, la que no se cuenta, la de los ciudadanos de a pie. 

Nadie fue responsable de aquellas muertes ocurridas en el lado oriental de Alemania tras el nueve de noviembre. Carlos Fernández recuerda que el disparo de las tasas de suicidios jamás fueron noticia. 

“Simplemente porque no podían cogerle el ritmo a un cambio tan brutal y tan repentino. Hubo una alta tasa de suicidios de los cuales nunca se habló. Porque los orientales no aspiraban un cambio de esa naturaleza. Incluso hubo gente que perdió el juicio, porque no se pudieron adaptar jamás”.

Pero ¿Cómo puede un muro dividir la historia? Más aún ¿Cómo puede su derrumbe unirla? En opinión de este venezolano que vivió el desmoronamiento de una esperanza, este acontecimiento si fue brutal, porque “no fue un proceso de adaptación como ocurrió por ejemplo con el cambio de moneda. Cuando el marco dio paso al euro hubo como seis meses para adaptar a las personas. Ese cambio pretendía que fuera de un solo día, fue tan drástico que únicamente sirvió a quienes sacaron provecho político de ello como Helmut Kohl”.

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Carlos caminó la Alemania oriental postmuro con un grupo de teatro itinerante, para explicarle “de pasito, poco a poco y con cariño” en qué consistía la transición a la democracia burguesa. “Era como una suerte de pildorita para que la vaina no les doliera tanto”. Y aunque tuvieron éxito, no pudieron evitar el dolor.

Un cuarto de siglo después de aquel derrumbe, todavía se habla de la Ostalgie (término germano para referirse a la nostalgia de otros tiempos) por la Alemania que lo intentó.

Siguen siendo diferentes los habitantes de Oriente y Occidente “Lo único que los igualaba era que hablaban alemán”. En el 89, Carlos notaba a los del levante “más amorosos, más amables, hablaban con más calma. Tenían un sentido de existencia del tiempo más lento. No la angustia de vivir bajo el peso de un caprichoso progreso que no termina nunca de realizarse y que lo mantiene a uno como pinchao’ por el culo. Porque como decía Facundo Cabral, el progreso lo realizan los inteligentes en contra de la gente feliz”. 

El bombardeo capitalista se instaló con toda su burguesía empresarial y mediática, transfigurando el paisaje. “Cuando yo estuve en Berlín, ya había sido objeto, no de una unificación sino, como dijo Günter Grass, de una invasión. Sobre todo de las empresas trasnacionales como Sony, Panassonic, Samsung, que se apoderaron del nuevo mercado oriental”. El vendaval de la oferta y la demanda comenzó con la venta de los trozos del propio muro caído, una metáfora de lo que vendría. “Vendían no sólo pedazos, sino y también la tierra de los alrededores”, cuenta Carlos.

Había dolor de antes, dolor después, allá y acá. Gerda, durante la distancia, se convirtió en alcohólica.

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