Hacía
cola. Como seguro usted habrá consumado tantas otras.
Ayer
no menos descubrí que la fila de gente, de unas cien personas, que
se edificaba en el Unicasa de abajo en Charallave, era para
comprar gelatina (gel) para el cabello. Y la de más arriba
era para comerse un raspao’ con leche.
Una
hace cola para casi cualquier cosa. Incluso, llega a conocer a fondo
gente de diferentes credos, tamaños, colores, mientras espera y
crece la extremidad. Hace una de psicóloga, cura y confesionario, o
consultora legal a la que el marido le pega (civilizadamente).
Pero
las colas no son de ahora. Desde chiquita te enseñan a encarrilarte.
Fila para cantar el himno, pupitre tras pupitres, extiende el brazo
hasta el hombro del otro, matricula entre los verdes para la defensa
de la patria, camina a mi paso, y un, dos, y un dos, y así.
La
civilidad es una cola, formadita, y mejor si se forma sola. Y si
usted llega temprano, la civilidad es una cola enlistada y atendida
hasta el número tal, porque ya no quedan más puestos.
En
los pueblos en los que el diablo sopla en el cuello de la gente no
falta el tropiezo con el que alquila el banquito y casi le explota un
alíen en la panza, o el que te ofrece agua puyá súperfría,
hasta pañuelos y abanicos para luchar “la calor”, el o la que se
ofrece a hacerte la cola a cambio de, no falta el rabo en los pueblos
en los que falta el agua y arrecian las bilis.
Así
ocurrió que una vez -en una de esas formaciones en las que nace el
sol en la mollera- que no hacía ánimos de conversa alguna y el
Mercal de entonces no terminaba de abrir sus puertas. Nos veíamos
todos como gallina que mira sal.
Por
allá, al fondo, una viejita trataba de hacerse paso. El
apelotonamiento le impedía continuar, también los gritos que
cerraban fila como una mano que aprieta a la otra:
-“No
te colees vieja er’coño”.
-“Haz
tu cooooola, nojoda”.
Las
arrugas de la señora de vez en cuando se expandían. Sonreía y
trepaba las barreras “humanas” que le impedían el tránsito.
Cayó
y rodó hasta las patas de una sillita de alquiler. Nadie acudió a
levantarla. Al que se atreviera, lo masticaría la jauría. Lo único
que una podía alzar era el cogote, para atestiguar lo que sucedía.
Llegó
a mí. No hablaba. Sumergió su lengua en la raíz, era uno de esos
árboles que se alzan en las quebradas urbanas, aguantando mierda.
La
acompañé en el silencio. Yo, estaba más o menos a la mitad de la
fila. Me derretía como el resto. Una vez pasaba enfrente, apaciguaba
el rebaño. Como dicen del Moisés, pudo abrir la mar bravía y no
usó vara alguna contra los bocabierta.
Un
par de hipocampos asomaron sus motos como dientes, pero la doñita no
oía ronquido alguno. El sol de fondo no le cegaba, en su horizonte
una eme rojiamarilla sobre el celeste.
Otra
señora, de pliegues en la cara y cabellos de plata, le prometió
piedras. Pero la vieja de paso firme miró los ojos de la Medusa y
siguió el camino.
Al
fin pudo bifurcar el sudor y el agua puyá súperfría para
llegar, alistar el manojo, hendir el candado, subir las aldabas y
abrir las puertas del Mercal.
Al
pasar la llave, cayeron nuestras colas y pudimos ingresar erectos,
para hacer lo que hace la civilidad: comprar.
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