Sobrevivimos la era de los memes, y recientemente me
encontré con uno que me hizo volver a pensar en la desdicha del hambriento, que
como adenda tampoco tiene techo: Doble penuria en la satisfacción de dos de los
deseos primarios del mono erecto.
“En EEUU el número de casas vacías supere la
cantidad de personas sin hogar” levanta un cartel un hombre blanco, rubio, de
contextura gruesa, bien gringo.
Ése también es el país del sueño americano, en el
que crece la estadística según la cual cada vez más ciudadanos del primer mundo
prefieren delinquir para poder acceder a la comida y la “vivienda” que “les
ofrece” el sistema carcelario.
Es el caso de Lance Brown, de 36 años, quien optó
por remojar su libertad arrojando un ladrillo contra una puerta de vidrio de la sede del poder
judicial en la ciudad de Columbus en Carolina del Norte, a cambio de los tres golpes diarios durante un par de
meses.
A su salida, el estadounidense preguntó qué podía
hacer para volver al refugio en el que se había convertido su jaula. Prefiere
las rejas de acero, a las del estómago (1).
Y es que casi 50 millones de estadounidenses no
saben cuándo podrán volver a comer, una vez que mastican su presente. Una de
cada seis personas sufre de hambre en el país de Miqui Maus. Se estima que de
ese grueso, veinticinco por ciento son niñas y niños.
Tal como con las casas, el sistema sobre el cual se
erige USA despilfarra los alimentos. Se produce más de lo que se come y con lo
que se tira en la basura –casi 50% de los alimentos procesados- se podría
alimentar no sólo a sus ciudadanos famélicos, sino a las veinticinco mil
personas que mueren a diario por falta de la papa.
Pero es que no hacen, ni tampoco dejan hacer. Me
cuenta CNN (no estoy citando a ningún medio de corte marxista) que un anciano
de 90 años, de nombre Arnold Abbott, fue detenido al sur de la Florida y
enfrenta una multa y una condena, por alimentar a su prójimo ¿Le gritarían
“baje el arma” (un plato con alimentos)?
El absurdo se suscita después de que en Fort
Lauderdale decretaran la prohibición del intercambio público de alimentos, como
estrategia para deshacerse de las personas sin hogar (2).
Esto me recuerda dos situaciones.
Una. Lo ocurrido al este de Caracas. No se veía a
nadie en situación de calle en las avenidas de Chacao, no porque no las
hubiese, sino porque su organismo de represión –dícese policía- se “encargaba”
de que no pisaran su territorio.
Dos. Las diferentes noticias que llegan desde el
reino de España en las que se detallan las multas que se le impondrían a sus
súbditos si se atreviesen a hurgar los basurales en busca de comida.
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Aquí y más allá. La fórmula de fondo y forma, la
teoría del claro-oscuro, exige la dialéctica en la que para que exista uno, el
otro debe desdibujarse. Esa premisa fundamenta un sistema que basa su
producción alimentaria en la sobreexplotación de la tierra y de las y los que
sumergen sus manos en ella para proveer la mesa y a la vez padecer el peor de
los asesinatos masivos, un genocidio cotidiano de sólo seis letras: hambre.
Pero, si no lo mata y lo mantiene en agonía, el
hambre es una cárcel, a cielo abierto.
Amplíe
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