jueves, 9 de julio de 2015

Mujerícola 8: Adeus

Yacía boca arriba, derramada. Las piernas le temblaban. No sabía si mantenerlas en eme, o cerrarlas. Las bajó. Creía que era testigo de cómo su cuerpo sufría un ataque de epilepsia. Pero no podía parar. No quería.
Sus muslos estaban a punto de quemarse con su propia lava. Hubo entonces un nanomomento en que se detuvo, observó sus dedos y no miró sangre. Continuó. Sudaba y si giraba un poco, tan sólo un poco, hubiese podido exprimirse. Aun más.Se abrazaba las tetas, mordía los labios, prensaba los ojos, porque le costaba verse sentir. Pero no cerró la boca. Era una máquina de ruiditos involuntarios, y como si pudiera oírse, reía y lloraba al unísono.
Se volteó contra una almohada, obligándose a no parar. El instinto le llevó sus dedos a la lengua. Se olió. El espejo de enfrente estaba empañado. Lo supo cuando se atrevió a desenfundar las comisuras de los ojos. Con la otra mano desdibujó su rostro en la niebla y se supo hirviente.
Escribió: “adiós”. Estaba a punto de morir y no quería salvarse. Se dio la vuelta y ya con su cara mirando el cielo se elevó desde el ombligo. Una luz la consumió.

Pero ha podido volver. Él la masticaba suavemente. No podía parar de sonreír.
Tenía treinta años cuando por fin conoció el orgasmo.
—-
Treinta años y ya había parido a tres.

En el momento en que coronaron sintió que bailaban hormigas de fuego alrededor de sus pequeñas cabecitas. Esa danza fue la sensación más intensa del vientre hacia abajo que pudo vivir hasta entonces.
La más pequeña tenía cuatro cuando a los veinti tantos Beatriz dejó su casa y con ella al marido. Se supo desierta.
Se había juntado con Antonio cuando no llegaban a los quince años. La primera de sus hijas la encargaron a los dieciséis. Toño era el único hombre con el que estuvo y ella -se suponía- era suya y nadie más.
—-

Sin embargo, no pudo volver a ser la misma después de aquella muerte, y en la resurrección se prometió -por lo menos- una agonía diaria. No tenía mucho tiempo para sentir lástima de sí misma.

Se encontró con un dador. Había olvidado aquella emoción de los primeros días y cumplió con su encomienda. Sobre la mesa, debajo de una escalera, en el baño del trabajo de él, mientras limpiaba, cuando atendía el teléfono.
Pero pronto se aburrió de éste y de aquel. Los vio llover y secarse.
Se convirtió en coleccionista. Apiló sobre su lecho sudores y escalofríos como un montón de hojas muertas.
No había vuelto sobre sí desde aquel día en que miró su faz en el espejo.
Llenó la mesita de al lado de velitas. Sahumó la mente.
Bossa nova para bailarse: “Adeus”, en la voz de Maysa:
Adeus, palavra tão corriqueira

Que diz-se a semana inteira
A alguém que se conhece
Adeus, logo mais eu telefono
Eu agora estou com sono
Vou dormir pois amanhece

Adeus, uma amiga diz à outra

Vou trocar a minha roupa
Logo mais eu vou voltar
Mas quando este adeus tem outro gosto
Que só nos causa desgosto
Este adeus você não dá

Se apretaba las carnes y gemía… dos cortos pasos a la derecha, dos a la izquierda. La noche aullaba con ella. Dispuso la luna en el firmamento de su cama y allí miró como se desvanecía entre las manos. El ojo de la palma exclamó el último suspiro: ¡Adeus!

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