jueves, 12 de noviembre de 2015

Mujerícola 26: Simona



Desvestida, con las trenzas amputadas, y en la espalda un cartelón colgaba su sentencia de muerte, recorrió las calles del Alto Perú montada en un asno, y por cada esquina de la plaza 50 látigos por atreverse; “después de todo lo cual, fue baleada, por la espalda”.

Simona Josefa quiso tanto la libertad como Simón José.
Pero nadie les dijo que la libertad es tan flaca y encorvada como el palo de la muerte.
Sembraron maíz, pero no lo cosecharon.

Ella cosía jubones por la mañana y destejía a los colonos por la tarde. Se guardaba en sus polleras recados para los patriotas y atravesaba muros y prejuicios por su condición de mujer, indígena más que mestiza. Ser una cholita le sirvió de máscara mientras enjuagaba la chicha con la pólvora.

La patria de Simona era la rabia. Hubiera servido aquí y allá si la bandera fuese un grito, si el himno los harapos de los desposeídos.
Fue hija natural y la historia personal estuvo zurcida a medias. No conoció padre, y el de su hijo José María partió pronto, dejándola viuda.


Simona Manzaneda nació en la aldea de Mecapaca en 1770, a treinta y cinco kilómetros de La Paz. Fue hija de una chola, que se dedicaba a cultivar y vender legumbres, hortalizas y a la producción de frutas, duraznos, peras, manzanas, ciruelas y choclos en un puesto del mercado de La Recova, en el barrio de Santa Bárbara. Con recursos suficientes pudo hacer estudiar a Simona. La madre fue llamada la recovera y Simona, la jubonera de Mecapaca.

En el dobladillo del faldón escondía mapas y letras que dibujaban la revolución paceña. Instruida en el arte del secreto, susurró estrategias al mismo tiempo que presentaba sus pespuntes finales.
Su voz, como el atardecer en el altiplano, era la neblina que abrigaba el cielo violeta. Y caminó mientras nacía uno por uno los mil ochocientos.
Negociaba armas y perdigones y daba de comer peras verdes al enemigo, con la esperanza de ganar la independencia en una diarrea, o al menos un día en la batalla.

La mujer que nacía para dar vida, estaba ansiosa por dar muerte.
Mil ochocientos nueve la recibiría como a otras... “rasgando sus vestidos”, en el Cabildo, “los daban para que sirvieran de taco a los improvisados proyectiles”.

Pero también los rellenaron de plomo... “entre tanto los americanos advierten serles insignificantes al armamento sin municiones necesarias... cincuenta mil cartuchos y doscientos tiros de cañón se los deben (a las mujeres)... las primeras balas despedidas a favor de la independencia, fueron fabricadas por vuestras delicadas manos. Sois autores principales de la independencia”.

En setiembre de 1814 estalló un movimiento revolucionario en La Paz. Entonces Simona junto a otras mujeres se vistieron de indias, y llevaron mensajes a los jefes patriotas. Ella había formado filas con Vicenta Eguino, quien escondía en su casa a los hombres, criados y sirvientes que participaron de la revuelta, y tras una maniobra hizo embriagar a los realistas, se puso al mando de la tropa y tomó la
Plaza, sin resistencias.
“En la mañana, una explosión arrasó el cuartel y la multitud salió enfurecida:
y las mujeres armadas de puñales y cuchillos perseguían a cuanto español encontraban en las calles
y le daban muerte. El cadáver del gobernador fue el primero en colgarse en la plaza y arrastrado
hasta el cementerio”.

En vida ella vestía, y para su muerte la desvistieron.
Era una mañana de 1816. Le colgaron un jubón, una coraza, que la devolvía al dolor originario, ése de reventar una costilla.
Degollaron su melena, como a las putas.
Más adelante, Vicenta diría por todas:

“... di a los que te han mandado, que cada pelo serviría para colgar a un tirano”.



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