Desvestida, con las trenzas amputadas,
y en la espalda un cartelón colgaba su sentencia de muerte, recorrió
las calles del Alto Perú montada en un asno, y por cada esquina de
la plaza 50 látigos por atreverse; “después de todo lo cual, fue
baleada, por la espalda”.
Simona Josefa quiso tanto la libertad
como Simón José.
Pero nadie les dijo que la libertad es
tan flaca y encorvada como el palo de la muerte.
Sembraron maíz, pero no lo cosecharon.
Ella cosía jubones por la mañana y
destejía a los colonos por la tarde. Se guardaba en sus polleras
recados para los patriotas y atravesaba muros y prejuicios por su
condición de mujer, indígena más que mestiza. Ser una cholita le
sirvió de máscara mientras enjuagaba la chicha con la pólvora.
La patria de Simona era la rabia.
Hubiera servido aquí y allá si la bandera fuese un grito, si el
himno los harapos de los desposeídos.
Fue hija natural y la historia personal
estuvo zurcida a medias. No conoció padre, y el de su hijo José
María partió pronto, dejándola viuda.
Simona Manzaneda nació en la aldea de
Mecapaca en 1770, a treinta y cinco kilómetros de La Paz. Fue hija
de una chola, que se dedicaba a cultivar y vender legumbres,
hortalizas y a la producción de frutas, duraznos, peras, manzanas,
ciruelas y choclos en un puesto del mercado de La Recova, en el
barrio de Santa Bárbara. Con recursos suficientes pudo hacer
estudiar a Simona. La madre fue llamada la recovera y Simona, la
jubonera de Mecapaca.
En el dobladillo del faldón escondía
mapas y letras que dibujaban la revolución paceña. Instruida en el
arte del secreto, susurró estrategias al mismo tiempo que presentaba
sus pespuntes finales.
Su voz, como el atardecer en el
altiplano, era la neblina que abrigaba el cielo violeta. Y caminó
mientras nacía uno por uno los mil ochocientos.
Negociaba armas y perdigones y daba de
comer peras verdes al enemigo, con la esperanza de ganar la
independencia en una diarrea, o al menos un día en la batalla.
La mujer que nacía para dar vida,
estaba ansiosa por dar muerte.
Mil ochocientos nueve la recibiría
como a otras... “rasgando sus vestidos”, en el Cabildo, “los
daban para que sirvieran de taco a los improvisados proyectiles”.
Pero también los rellenaron de
plomo... “entre tanto los americanos advierten serles
insignificantes al armamento sin municiones necesarias... cincuenta
mil cartuchos y doscientos tiros de cañón se los deben (a las
mujeres)... las primeras balas despedidas a favor de la
independencia, fueron fabricadas por vuestras delicadas manos. Sois
autores principales de la independencia”.
En setiembre de 1814 estalló un
movimiento revolucionario en La Paz. Entonces Simona junto a otras
mujeres se vistieron de indias, y llevaron mensajes a los jefes
patriotas. Ella había formado filas con Vicenta Eguino, quien
escondía en su casa a los hombres, criados y sirvientes que
participaron de la revuelta, y tras una maniobra hizo embriagar a los
realistas, se puso al mando de la tropa y tomó la
Plaza, sin resistencias.
“En la mañana, una explosión arrasó
el cuartel y la multitud salió enfurecida:
y las mujeres armadas de puñales y
cuchillos perseguían a cuanto español encontraban en las calles
y le daban muerte. El cadáver del
gobernador fue el primero en colgarse en la plaza y arrastrado
hasta el cementerio”.
En vida ella vestía, y para su muerte
la desvistieron.
Era una mañana de 1816. Le colgaron un
jubón, una coraza, que la devolvía al dolor originario, ése de
reventar una costilla.
Degollaron su melena, como a las putas.
Más adelante, Vicenta diría por
todas:
“... di a los que te han mandado, que
cada pelo serviría para colgar a un tirano”.
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