Anoche soñé que me llamaba Concha.
Son muchas las veces que la sueño. Y
son largas las pláticas como cuando iba a su apartamento del piso
catorce, o ella me llamaba para llegar hasta el piso nueve en Sabana
Grande, y en la conversa se nos iba la tarde, la noche.
Hubo una vez que me llamó sólo para
preguntarme si había visto la luna.
Ahora, teléfono no tengo. A Concha,
tampoco.
Me queda la memoria y la blancura de
esta hoja.
Una mañana se fue sola hasta el
cardiólogo. Y desde allá me dijo que “estaba a punto de un
infarto”. Tenía noventa y seis años. Sólo eso tenía, y una
escalera de papeles y papelitos, y la humedad ésa con que la soledad
hace familia, un dolor en el pecho, un gato transparente, y lupas
regadas en cada rincón de la casa.
Vivía de una pensión que le llegaba
desde España, y de los pocos bolívares del alquiler de un
apartamento suyo a una mujer en Macaracuay, “barato, porque es
madre soltera”.
Su hija Monchina la visitaba poco, para
cerciorarse de que no la llamara aquel que un día la estafó y que
la descolocaría entre las paredes de su mente.
Con ella, se detuvo la corriente del
río que fue su madre.
O, no.
Cuando me embaracé, a Concha se le dio
un día por negarlo, y al otro simplemente por declararse abuela.
Pensaba que en eso de ser mamá, lo que le ocurría a la tierra era
un buen ejemplo: los hijos te devoran.
Cuando iba, tenía que avisarle por lo
menos un día antes, y llegar con el estómago vacío. Me preparaba
una pasta con salsa, me abría las manos y dejaba caer sobre ellas
una bolsa con caramelos de miel.
Fui su niña, también el ímpetu de
cuando muchacha, y heme aquí, como ella, madre devorada por el dolor
de los hijos de los días.
Me cuesta decir que seamos Mujeres
libres.
Concepción Liaño vino al mundo en
Francia en 1916, pero nació a los quince años, en Catalunya, cuando
se unió a las Juventudes libertarias.
Desde entonces, de esa época no se fue
nunca hacia atrás, ni hacia adelante. Fue militante para hacerse
mujer. Alguna vez me dijo que hubiese querido nacer hombre para gozar
de la libertad. Pero, cuando vio a una mujer parir se hizo feminista.
Los dolores le fueron dados lo mismo
que el aliento, aun así logró sonreír y con ella una fila de más
de veinte mil mujeres del movimiento del cual fue lugarteniente.
Los primeros días de mayo de 1937,
asesinarían a Alfredo Martínez Hungría, su compañero y su amante.
Desde entonces, Concha habitaría las ponientes, y detrás de sus
ramas la cegaría el ocaso.
Antes de venirse a Venezuela, pasó por
Francia, pero Francia nunca pasaría por ella. Llegó a Maracaibo en
1948 y el sol le fue cálido.
Un par de veces la acompañé a la
Embajada de España en Venezuela. Iba a resolver temas de su pensión.
Cuando llegaba, la recibían con pompa, pero se devolvía íngrima a
Capuchinos, donde vivió hasta su muerte.
Me resulta doloroso pensar en su
partida, en el infarto que anunciara unos meses antes. Ni el gato la
acompañó. Trece días pasaron de aquella explosión en el pecho,
hasta que supimos finalmente que su corazón le fue más grande que
su cuerpo.
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Una concha es una cubierta que protege
lo de adentro; el caparazón de una tortuga, vieja, sabia, paciente;
la piel del árbol, la cáscara de la fruta, la vagina del mundo.
Una concha está hecha de estrías y
derrumbes, su dureza es moldeable. Si se le voltea, sirve para
recorrer los mares del mundo. En su posición natural, es techo y
parasol.
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Esta noche hago el empeño en conversar
con ella otra vez y para siempre.
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