Todavía la aguja más pequeña del
reloj no alcanza las tres a eme. La despierta la inercia. Se calza un
suéter, remarca los restos del labial rojo noche, recoge las hebras
de sol en un moño alto, se mira de salida en el espejo.
Es ella.
Puede reconocer el vacío de lo que alguna vez fue un lunar en su nariz.
Es ella.
Puede reconocer el vacío de lo que alguna vez fue un lunar en su nariz.
Antes de irse, se mira las manos. Ésta
vez no sangran.
La entrepierna, tampoco.
Se voltea por última vez, se ve tirada
en la cama, sin más ropa que una parte de su brazo recorriéndole
las tetas. Se permite un par de monedas de la billetera que reposa
sobre la mesa.
Los huele y con la inhalación vira los
ojos.
Frente a la puerta, se alza sobre la
punta de sus pies y se da cuenta de que sigue sin zapatos. Busca sus
botas y descubre el banco que engaveta la peinadora. Lo dispone bajo
el marco: restriega suavemente su sexo contra el pomo. Los mira,
tendidos como la más pesada sábana. Se mira. Se aprieta un poco las
nalgas.
El puño de la puerta es redondo, no
termina de ser chato. Parece de cerámica, una beige con betas que
descubren el mármol. Está frío y eso puede hacerla hervir.
El clítoris le guiña, mariposa
borracha.
Desciende ella y un par de gotas
vaginales.
Las persigue por el piso, las lame.
Entonces no abre los ojos. No quiere encontrarse.
Se sienta. Cruza los brazos por encima
de su pecho. Se abraza. Con la yema de los dedos se descubre los
lunares en la parte alta de la espalda. Y va de rozarlos, a
rascarlos, a romperlos. La sangre, la sal de la sangre le han
solidificado dientes en la lengua.
Habla un rato con los pájaros, a
quienes enmarca un viejo cuadro, en la pared de al lado de la
entrada.
Las flores son el lenguaje entre las
aves.
Ella quería devolverse al jardín. En
cambio su carne y sus huesos permanecían anudados, encadenados a la
cama. Los eslabones llegaban un metro a la redonda de aquel lecho. Lo
demás era un pantano bajo el que agonizaban sus rezos, sus frutas,
sus pétalos.
Todos los días antes de que muriera el
cielo, se dejaría caer en el lodazal, primero los pies, después las
caderas y por último la boca, abierta, dispuesta a tragarse la
tierra.
Es hija de una espina, una nube rosa, y
una semilla de auyama.
De sus ramas dos alas negras dan
aliento a la humanidad.
Y cuando despierta, sigue tumbada
alrededor de la ceiba desnuda.
Es una vieja hoja dorada que no sabe
cerrar las puertas.
Un dragón de komodo que caza los
huevos de los que manan los perros de la guerra.
Es un cuarto de muros curvados, con
cinturón de cerrojos, de cuyo centro el magma elabora los más
suaves pomos.
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