martes, 15 de diciembre de 2015

Gastronauta 66: Escribir



Tenía yo trece años cuando mi papá me estampó la primera y única cachetada que me propinaría en lo que ambos llevamos de vida.
Mi mamá le hizo llegar una carta que yo le había escrito al chico que me gustaba.
“Pero, papá es sólo una carta”, traté de explicarle, antes de que abriera los ojos como las luces de una gandola en un túnel y me palmeara la cara.
“Con esta carta se puede preñar a cualquiera”, sentenció.
Me hizo romperla en pedacitos, enterrarla en el jardín y prometerle que no escribiría nunca más.

Dice Amparo Dávila que escribir es una enfermedad incurable. Yo agregaría que es terminal para los que no queremos cura.

Así, sucede que a veces no puedo ni dormir. Me acuesto y una idea me abre los ojos, me hinca el costado. Y la ignoro, creyendo que a la mañana siguiente la recordaré. Pero se va para siempre, y para siempre me desvela. Otras tantas pasa que yo trasnocho a la idea y ella ni se da por enterada. Pero la mayoría de las veces hago un pacto con el texto. Es un pacto de sinceridad. La idea puede maldecirme, puede. Sabe cómo voltearme como a una media, y yo debo aceptarlo a cambio de la sucesión de sus letras. Escribir puede matar tanto como la vida. Hay veces en las que siento que soy persona sólo para poder escribir y no al revés. Eso no significa que sepa qué quiero escribir, ni cómo hacerlo, porque no quiero ser escritora, sólo quiero escribir.
Escribo para desenterrar. Lo mismo que nace un árbol para dar sombra, para ser alimento.
Escribir es darle vuelta al tambor de un revólver con las recámaras llenas.
Es preñar, a cualquiera, también a tu padre, aunque la criatura sea una cachetada.
Escribir es romper las promesas.
Es el gesto del infierno en el pecho.
La ola de acero cuyo malecón es el propio cuello.
Dejarse morir, sino y para qué la vida.

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Pero, escribir sobre escribir es un despropósito cuando no se tiene qué escribir. No filosofa el obrero sobre el muro que levanta, porqué habría de hacerlo quién escribe. Hay ladrillos que se pudren sin que la historia los note, porque en la multitud de palabras, los derrumbes se suceden, cotidianos.


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