martes, 22 de diciembre de 2015

Gastronauta 67: Ana



Esta tarde me encontré conmigo con unos cuarenta años más. Me llamo Ana. Sigo tejiendo. Estoy sentada a unos pocos metros de lo que ha sido mi casa, una pila de bloques a los que pinto cada vez que pasa la lluvia. Vengo todos los días y me siembro hasta al atardecer, al lado de helechos y otras ramas. Una vez quise construir un fogón y entonces hinché mi vientre y nació un ocaso violeta, de esos que se inventaron en la curva que divide en tres los caminos de Agua Fría.
A la ciudad le puse distancia, lo mismo que a los libros. Soy una postal de cuantos pasan por mi cara y con cada mirada atesoro una grieta y otra grieta y mi casa se derrumba frente a mí y de sus ruinas soy la dueña.
No me corté nunca más el cabello, sólo las puntas en menguante para que no me crezcan. Son hilachas de luna, y chispas de mi caldero son las estrellas.

“Allí”, señalo con la boca, “allí haría cachapas y las vendería, pero la montaña no quiso y yo respeto a la montaña”. Mis ojos lo miran. Las horas nos devuelven al polvo y con cada ladrillo menos, Ana nos sienta más cerca del centro, al que rodean las cayenas y las bromelias.
Guarda una ventana cuya pared es sostenida por dos cambures que gustan de jugar al ajedrez.
Mientras adelgaza su casa, el estómago de Ana se prensa de mariposas. Está enamorada de la muerte. Le teje altares celestes, de donde se suicidan las orugas.
Hubo hombres, y monstruos, que la desnudaron y a quienes ella desnudó sobre la mesa donde pilaba el maíz. Y el sol los despellejó como agua hirviente. Los despidió uno a uno como a los bloques, por la única de sus ventanas. La yerbabuena recién nacía. A su luto le floreaban las espinas.
Ana llegó temprano al mundo, cuando la sábila se hacía de las lágrimas de las cuevas, cuando besaba la carne tanto como los pétalos, cuando sus lunares eran frutos. No hubo para ella la caza de los techos; afortunadamente es hija de la llovizna.
Me encontró espiándola desde mis cincuenta años menos, con las tetas habitadas, de la mano de la noche, asustada entre el erizo de los vetiver, rogando su palabra como una niña su leche. Y me enseñó a ensillar la semilla, a cabalgar una gota y a ser tierra para el fuego de los desastres.

Cachapa
Desgrane el jojoto. O lo muele, o lo licua con una pizca de sal y algo de papelón. Engrase una plancha, deje que caliente. Extiende la mezcla en un círculo del tamaño que prefiera. Lo dora de lado y lado.
En casa el abuelo nos dejó la costumbre de comerla con mayonesa y queso. Pero hay quien le pone miel, suero de leche, jamón, cochino frito. Lo que prefiera. Hasta sola, la arepa de maíz dulce -que también la mientan- es una (re)vuelta a nuestros orígenes.



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