Esta tarde me encontré conmigo con
unos cuarenta años más. Me llamo Ana. Sigo tejiendo. Estoy sentada
a unos pocos metros de lo que ha sido mi casa, una pila de bloques a
los que pinto cada vez que pasa la lluvia. Vengo todos los días y me
siembro hasta al atardecer, al lado de helechos y otras ramas. Una
vez quise construir un fogón y entonces hinché mi vientre y nació
un ocaso violeta, de esos que se inventaron en la curva que divide en
tres los caminos de Agua Fría.
A la ciudad le puse distancia, lo mismo
que a los libros. Soy una postal de cuantos pasan por mi cara y con
cada mirada atesoro una grieta y otra grieta y mi casa se derrumba
frente a mí y de sus ruinas soy la dueña.
No me corté nunca más el cabello,
sólo las puntas en menguante para que no me crezcan. Son hilachas de
luna, y chispas de mi caldero son las estrellas.
“Allí”, señalo con la boca, “allí
haría cachapas y las vendería, pero la montaña no quiso y yo
respeto a la montaña”. Mis ojos lo miran. Las horas nos devuelven
al polvo y con cada ladrillo menos, Ana nos sienta más cerca del
centro, al que rodean las cayenas y las bromelias.
Guarda una ventana cuya pared es
sostenida por dos cambures que gustan de jugar al ajedrez.
Mientras adelgaza su casa, el estómago
de Ana se prensa de mariposas. Está enamorada de la muerte. Le teje
altares celestes, de donde se suicidan las orugas.
Hubo hombres, y monstruos, que la
desnudaron y a quienes ella desnudó sobre la mesa donde pilaba el
maíz. Y el sol los despellejó como agua hirviente. Los despidió
uno a uno como a los bloques, por la única de sus ventanas. La
yerbabuena recién nacía. A su luto le floreaban las espinas.
Ana llegó temprano al mundo, cuando la
sábila se hacía de las lágrimas de las cuevas, cuando besaba la
carne tanto como los pétalos, cuando sus lunares eran frutos. No
hubo para ella la caza de los techos; afortunadamente es hija de la
llovizna.
Me encontró espiándola desde mis
cincuenta años menos, con las tetas habitadas, de la mano de la
noche, asustada entre el erizo de los vetiver, rogando su palabra
como una niña su leche. Y me enseñó a ensillar la semilla, a
cabalgar una gota y a ser tierra para el fuego de los desastres.
Cachapa
Desgrane el jojoto. O lo muele, o lo
licua con una pizca de sal y algo de papelón. Engrase una plancha,
deje que caliente. Extiende la mezcla en un círculo del tamaño que
prefiera. Lo dora de lado y lado.
En casa el abuelo nos dejó la
costumbre de comerla con mayonesa y queso. Pero hay quien le pone
miel, suero de leche, jamón, cochino frito. Lo que prefiera. Hasta
sola, la arepa de maíz dulce -que también la mientan- es una
(re)vuelta a nuestros orígenes.
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