jueves, 17 de diciembre de 2015

Mujerícola 31: Madre



El arroz estaba caliente y el negrito se quemó.
La culpa la tuvo usted...

Ser madre es tener la culpa. Culpa de cuidarlos y no hacerlo bien. De no cuidarlos por trabajar. De darles teta, de no darles. De lo que se conviertan, o no lleguen a ser.
Ser madre es una sorpresa, aunque lo hayas planificado.

Uno de estos días le pregunté a mi hija de dos años, qué era una madre para ella, y me respondió que era la “Mamá Negra que sopla el arroz para que el Negrito Pon no se queme”.
Y, díganme si el soplido pueda convertirse en ventarrón y no sepa nunca el negrito bailar alrededor del fuego. Se queme o no, la culpa es de la Madre.

Pero si para el mundo la madre tiene la culpa; para la madre, el hijo: los desvelos, los dolores, las lágrimas, los sacrificios.

Recuerdo el día que mi madre me reveló que no se iba a estudiar a Costa Rica -beca mediante- por nosotros. Yo no quería que se fuera, tampoco que se quedara y de cualquier forma la culpa la tenía yo, aunque mi madre nunca me lo reprochara.
En verdad, no la tiene nadie, porque ser madre es también una renuncia: a tenerlos para siempre en el útero, a tenerlos para siempre fuera del útero.

Me decía Adolfo Herrera, mi profesor en la universidad, que una reproduce o niega a sus padres. “Hijos sois, padres seréis”, repetía.

Algunas feministas se atreven a proponer: no se es madre, se tienen hijos, porque “ser madre -en el fondo- es desaparecer”, o como lo expone Marcela Lagarde: el descuido para lograr el cuido. La maternidad como categoría antropófaga, que nos devora.
Entonces sí tenemos la culpa, pero de ser madre.

Simone de Beauvoir lo plantea así en El segundo sexo: “Otra actitud bastante frecuente, y que no es menos nefasta para el niño, es la devoción masoquista: algunas madres, para compensar el vacío de su corazón y castigarse por una hostilidad que no quieren confesarse, se hacen esclavas de su progenie: cultivan indefinidamente una ansiedad morbosa, no soportan que el hijo se aleje de ellas; renuncian a todo placer, a toda vida personal, lo cual les permite adoptar una actitud de víctimas; y de estos sacrificios extraen el derecho a negar al hijo toda independencia; esta renuncia se concilia fácilmente con una voluntad tiránica de dominación; la mater dolorosa hace de sus sufrimientos un arma que utiliza sádicamente; sus escenas de resignación engendran en el niño sentimientos de culpabilidad que, a menudo, pesarán sobre él durante toda la vida: esas escenas son aún más nocivas que las escenas agresivas”.

Para Carlos Marx, “la tiranía del pater y mater en la familia burguesa ve en sus hijos medios de producción material y espiritual”. Emma Goldman lo amplía, las consecuencias de una maternidad represiva, no puede ser más que una masa de siervos. La sociedad da forma a sus propios monstruos, y en el desierto de la historia la madre es el sol, también la más fría noche.
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A mi casa llegó Alejandra. Ella quiere tener cuatro hijos, por lo menos. Ya tiene uno, Emilio y le insiste a Nacho en que está lista para el que viene.
Alejandra se dio cuenta de mi sorpresa. Y yo de que no estaba bromeando.

¿Y si dejamos las madres de ser madres?
¿Y si dejamos de parir?
¿Si dejamos de ser hijas?
¿Habrá que dejar de ser madre, o hay que empezar a ser padre?
¿Desaparece la madre, o se multiplica en las niñas?
¿Ser niña también te desaparece?

La dramaturga estadounidense Eve Ensler piensa “que todo el mundo ha sido criado para no ser una niña”; se pregunta “¿cómo criamos a los niños? ¿qué significa ser un niño?”; y se responde “ser niño significa realmente no ser una niña. Ser hombre es no ser una niña. Ser una mujer es no ser una niña. Ser líder es no ser una niña”. Ella cree y yo también “que ser una niña es tan poderoso, que hemos tenido que enseñarle a todo el mundo cómo no serlo”.

Entonces, ¿ser madre significa realmente no ser una mujer?
¿Al desaparecer la madre sólo queda la culpa?
¿Qué somos?
¿Un ejército de culpas?

¿De qué color es la culpa?
¿Es dulce su leche?
¿Tienes sus ojos?
Las mías tienen la nariz de su padre.
Y hubo una vez que las dejé quemarse con el arroz...



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