El arroz estaba caliente
y el negrito se quemó.
La culpa la tuvo
usted...
Ser madre es tener la culpa. Culpa de
cuidarlos y no hacerlo bien. De no cuidarlos por trabajar. De darles
teta, de no darles. De lo que se conviertan, o no lleguen a ser.
Ser madre es una sorpresa, aunque lo
hayas planificado.
Uno de estos días le pregunté a mi
hija de dos años, qué era una madre para ella, y me respondió que
era la “Mamá Negra que sopla el arroz para que el Negrito Pon no
se queme”.
Y, díganme si el soplido pueda
convertirse en ventarrón y no sepa nunca el negrito bailar alrededor
del fuego. Se queme o no, la culpa es de la Madre.
Pero si para el mundo la madre tiene la
culpa; para la madre, el hijo: los desvelos, los dolores, las
lágrimas, los sacrificios.
Recuerdo el día que mi madre me reveló
que no se iba a estudiar a Costa Rica -beca mediante- por nosotros.
Yo no quería que se fuera, tampoco que se quedara y de cualquier
forma la culpa la tenía yo, aunque mi madre nunca me lo reprochara.
En verdad, no la tiene nadie, porque
ser madre es también una renuncia: a tenerlos para siempre en el
útero, a tenerlos para siempre fuera del útero.
Me decía Adolfo Herrera, mi profesor
en la universidad, que una reproduce o niega a sus padres. “Hijos
sois, padres seréis”, repetía.
Algunas feministas se atreven a
proponer: no se es madre, se tienen hijos, porque “ser madre -en el
fondo- es desaparecer”, o como lo expone Marcela Lagarde: el
descuido para lograr el cuido. La maternidad como categoría
antropófaga, que nos devora.
Entonces sí tenemos la culpa, pero de
ser madre.
Simone de Beauvoir lo plantea así en
El segundo sexo: “Otra actitud bastante frecuente, y que
no es menos nefasta para el niño, es la devoción masoquista:
algunas madres, para compensar el vacío de su corazón y castigarse
por una hostilidad que no quieren confesarse, se hacen esclavas de su
progenie: cultivan indefinidamente una ansiedad morbosa, no soportan
que el hijo se aleje de ellas; renuncian a todo placer, a toda vida
personal, lo cual les permite adoptar una actitud de víctimas; y de
estos sacrificios extraen el derecho a negar al hijo toda
independencia; esta renuncia se concilia fácilmente con una voluntad
tiránica de dominación; la mater dolorosa hace de sus
sufrimientos un arma que utiliza sádicamente; sus escenas de
resignación engendran en el niño sentimientos de culpabilidad que,
a menudo, pesarán sobre él durante toda la vida: esas escenas son
aún más nocivas que las escenas agresivas”.
Para Carlos Marx, “la tiranía del
pater y mater
en la familia burguesa ve en sus hijos medios de producción material
y espiritual”. Emma Goldman lo amplía, las consecuencias de una
maternidad represiva, no puede ser más que una masa de siervos. La
sociedad da forma a sus propios monstruos, y en el desierto de la
historia la madre es el sol, también la más fría noche.
--
A mi casa llegó Alejandra. Ella quiere
tener cuatro hijos, por lo menos. Ya tiene uno, Emilio y le insiste a
Nacho en que está lista para el que viene.
Alejandra se dio cuenta de mi sorpresa.
Y yo de que no estaba bromeando.
¿Y si dejamos las madres de ser
madres?
¿Y si dejamos de parir?
¿Si dejamos de ser hijas?
¿Habrá que dejar de ser madre, o hay
que empezar a ser padre?
¿Desaparece la madre, o se multiplica
en las niñas?
¿Ser niña también te desaparece?
La dramaturga estadounidense Eve Ensler
piensa “que todo el mundo ha sido criado para no ser una niña”;
se pregunta “¿cómo criamos a los niños? ¿qué significa ser un
niño?”; y se responde “ser niño significa realmente no ser una
niña. Ser hombre es no ser una niña. Ser una mujer es no ser una
niña. Ser líder es no ser una niña”. Ella cree y yo también
“que ser una niña es tan poderoso, que hemos tenido que enseñarle
a todo el mundo cómo no serlo”.
Entonces, ¿ser madre significa
realmente no ser una mujer?
¿Al desaparecer la madre sólo queda
la culpa?
¿Qué somos?
¿Un ejército de culpas?
¿De qué color es la culpa?
¿Es dulce su leche?
¿Tienes sus ojos?
Las mías tienen la nariz de su padre.
Y hubo una vez que las dejé quemarse
con el arroz...
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