El hijo, no. El hijo nunca
se pone en duda.
Marguerite Duras
En estos días, nos despertaron los
gritos de unos niños en el parque, otra vez. No habían ido a la
escuela (quién sabe por cuánto tiempo ya), y como de costumbre
estaban solos. No entendía del todo lo que decían, pero le gritaban
a las niñas que viven más arriba, en la montaña. El más pequeño
le llegó a proferir a sus “enemigas” un “goooorda” que no le
cabía en la boca. “Gooooooorda, como tu mamá”. Las niñas se
callaron ipso facto (porque en la Venezuela de las mises, ese puede
ser el peor de los insultos). Dos de los más grandes balbuceaban en
otro idioma. Después de aguzar el oído, nos dimos cuenta de que
trataban de hablar en inglés. Tenían en las manos un par de
pistolas de plástico. Me contuve el comentario, y en cambio los
observé: jugaban a la guarimba.
Nos dimos cuenta porque en su
espanglish se identificaban como la Guardia Nacional y el otro grupo
como los guarimberos. Las pistolas a las que llaman Nerf descargan
dardos de plástico, insuficientes para los niños, que después de
disparar se lanzan unos contra otros con todas sus fuerzas. Los que
no tenían armas juntaban sus manos y con el índice y el pulgar
imporvisaban una: “¡Pan-pan!”.
Hay una niña. La niña que siempre
está con las patotas. Generalmente la bambolea un perrito mal
amarrado al que pasea todo el día. Se viste con la indumentaria de
los marchistas de la oposición venezolana, camisas blancas,
pantalones leggins, gorras de Venezuela sin el escudo, zapatos
deportivos. Nos mira a todos con incertidumbre, esperando el saludo,
también la despedida. Contesta entre dientes. Es delgada, de cabello
largo y negro con flequillo pronunciado. Los dientes frontales le
sobresalen, lo que me parece la hace tímida. El resto -los varones a
quienes acompaña en la “guerra”- la trata como el perro a la
niña, la serpentean.
Después de aquella escena, tuvimos que
salir a por medicamentos. En la entrada de la casa un grupo de
vecinos se manifestaba a favor del paro nacional, por lo que
trancaban el paso. Entre la gente estaban la niña y algunos niños
de aquella guerra matutina. A la niña la jamaqueaba el perro mal
amarrado. Cuando nosotros nos hicimos paso, amagaron con venirse
detrás, el perro y la niña. Uno de los niños juntó las manos y
nos apuntó, sin ninguna discreción: “¡Pan-pan!”.
Y ahí, bajo pleno sol sobre las
estelas de los pinos, la jauría nos mostró los dientes. La niña
soltó al perro y los vecinos la lengua. Nos dijeron palabras gordas,
de las que no le caben en la boca, palabras de guerra que no les
caben en el cuerpo, y retrocedieron. La niña dejó la piedra en el
piso. Ninguno supo por qué nos atacaba. Comprendimos entonces que
para ellos esa y otras mañanas son un juego.
No hemos vuelto a saludarnos. Pero yo
se que todo lo que quería la niña era escucharnos decir adiós.
De camino a la farmacia nos preguntamos
¿qué remedio podíamos traerle a estos niños? ¿Hay algún
remedio? ¿Dónde pongo lo hallado?
A mí nadie me preguntó si yo quería
jugar.
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