Se nos hizo tarde para el almuerzo. Una
tranca a propósito de las guarimbas nos impedía volver a casa a
cocinar. Así pues nos detuvimos en una pollería en la mitad del
camino, para que nuestras hijas compartieran una pieza de pollo. Al
entrar, de uno en uno todos voltearon a verme. Me seguían con los
ojos, cada paso. A los señores de la mesa de la esquina se les
fruncía el entrecejo más y más. Uno tenía una camisa de los
Marlins de Miami, el más fornido, también el más entrado en años.
Tenía más canas que pelos en la cabeza. El acompañante portaba una
chaqueta negra tan negra como su mirada. Las de al lado de la puerta,
una abuela, su hija y dos nietas, que vestían como si volvían de la
playa, se ponían todavía más rojas conforme cruzaba la estancia.
Había otra familia de mujeres. Comían helado. Tan pronto como
caminé entre las mesas, la matriarca dejó de lamer la barquilla de
chocolate. En sus ojos, el encono. En una mesa en un rincón, un muchacho con retardo y en situación de calle, se comía las sobras de los comensales. Al llegar a la caja, E se llevó a
M al baño a orinar. Delante de mí estaba un señor que terminaba su
compra. Antes de irse, se volteó. Yo tenía a A en brazos. Miró a
mi niña, le sonrió. Luego se dirigió a mí:
—Es usted valiente.
En eso llega E. Y no alcancé a
preguntarle al hombre de la caja los por qué sería yo valiente.
El más canoso de todos, que ya caminaba para irse con su bandeja de huesos en mano, junto al de chaqueta, me pasó por el lado y me dijo
entre dientes algo así como que “dale gracias a tus hijas”.
E, se me queda mirando, buscando alguna
respuesta.
En ese momento, me tocaba llevar a mi otra nena al
baño.
...
Cuando me miro al espejo, me descubro
en el descuido. Se me ocurrió salir de casa (como casi siempre) sin
reparar en mi indumentaria. Tenía puesta una camisa con una estrella
roja: suficiente como para que se me mire con odio, para que se me
pueda linchar, quemar, golpear, sacar de establecimientos varios. La
suficiente como para declararme enemiga, la insuficiente como para
que mis hijas me salven.
Cuando salgo del baño, el hombre de la
caja, el de los “por qué” me esperaba en la puerta. Alcé la
mirada por sobre su cabeza, pero no divisaba a E. Me dije, “ay
coño”. Apreté fuerte a mi hija entre mis brazos y me desplacé al
mismo lado que el hombre se movía. No me tocó más que enfrentarlo.
—¿Qué pasa pues? ¿Me vas a joder?
Acas...
—Para nada, camarada. Sólo quería
decirle que somos muchos. Y, no estamos solos.
...
¿Cuántos segundos transcurrieron para
que apuñalearan y quemaran a un hombre al que acusaron de chavista,
y no lo era (pero era negro), ayer en la guarimba mayor en Altamira?
En el video en que se nos muestra la hoguera -como casi siempre- se
formaba una rueda alrededor del quemado vivo, compuesta de hombres
“puros” (de los que purifican con llamas) y “valientes”. Y a
pesar del gentío, ese hombre negro (y por lo tanto ladrón, pobre y
chavista) estaba solo.
...
Me pregunto si la estrella roja fue insuficiente, y si lo del hombre en la puerta del baño, una prueba.
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