Es de frío la noche.
Una vecina toca a la puerta. Trae en
brazos a su hija, Victoria. Tiene los ojitos rojos, llora mucho. Está
caliente de puritica fiebre.
Me limpio las manos con el paño de la
cocina. Dejo la avena coger el punto, a fuego bajísimo, el sabor de
la breve espiral de la concha de un limón.
Me siento con ellas:
“Vengo a que me le des tus masajes y
me le reces”.
Por un momento muy pequeño, me
paralizo. “Yo no ensalmo”, me digo. No me atrevo a contrariar a
una madre que confía que eso la ayudará.
De inmediato lo creo, y me dispongo a
repetir con Victoria lo que hago con mis hijas.
Cuando se enferman las tomo y las
limpio con aceites, y me arrodillo a mis ancestros, a la naturaleza y
la misma necesidad de estar bien, para que sanen.
Entonces, cargo a Victoria. La miro y
ella a mí. Llora. La llevo al cuarto y le hablo bajito mientras la
acaricio con aceite de coco.
Se la encomiendo al corazón de las
madres del mundo.
La aprieto un poco contra mi pecho y el
olor a vida la mantiene tranquila mientras le canto con María
Sabina:
“Soy la matriz: de todos los
bosques,
soy la fogata: de todas las colinas,
soy la reina: de todas las colmenas,
soy el escudo: de todas las cabezas,
soy la tumba: de todas las
esperanzas”.