El calor es el pronóstico del fuego.
Conozco a la gente que se alimenta de las cenizas y las vomita sobre
el papel... Creo reconocerlos... Más bien, nada.
Pero muchos de los que se consumen
malvivieron a Maracaibo, “lambiando” las aceras, tendidos sobre
los techos, secos, son personas con ojos extranjeros, habitantes de
otra parte, pero muy de la cera alta, rotos: odian a su madre tanto
como a las metáforas, y les gusta caminar por la calle, orando para
que un carro se los lleve por delante y en la plegaria un poema-un
grito, hablan solos, mirándose o no al espejo, y se sumergen en la
tina hasta que el aire mismo de los pulmones los impulsa hacia el
cielo del baño; son ellos, los que se inclinan por la noche y tienen
como profesión fumar hasta que la atmósfera se vuelva del color de
sus apocalipsis.
No los conozco, pero los sueño: yo me
encuentro con ella en el Monte sacro, una colina más bien pequeña,
a la que van a cagar los señores de la calle, y que hiede a miaos
rancio. Me encuentro a gusto con Marie José, que prefiere llamarse
Miyó, y nos vemos-nunca hablamos, porque yo dibujo en el aire su
boca, un par de picos mínimos que suben sobre su labio superior.
Ella me adivina, y no puede evitar la sonrisa (le gusta sonreír en
confianza como si mirara a un perro voltearse para que le rascara la
panza). Sabe que soy tonta, y me lo perdona. No habla porque yo
sostengo su boca, y en el dibujo de sus labios me robo sus palabras.
Sus antepasados no la quieren. En el
baúl de los muertos sólo su abuelo la cobija, con madera fresca
todas las noches, a los cuatro años, cuando se escapa de su casa.
Dicen que a los cadáveres les crece el
cabello, pero a Miyó no le creció nada. Su entrepiernas guarda el
sudor de una tarde en las faldas del Lago. Sí, le crecieron las
uñas, y lo odia, porque no puede escribir.
De tanto reunirnos puedo leer su
pensamiento: un hondo vacío en el que hace eco la desfloración del
vientre de un apamate, abrazado por el esqueleto de lo que parece un
pez, sin color, porque nunca nadie ha podido “colorear un hueco”.
El barco de Francia la dejó en
Trujillo y se proclamó betijoqueña, dándole una patada a la madre
y a una olla de agua caliente, que le marcaría los pasos durante
todo el tormento. Antes, se negó a cantar el himno nacional, porque
pedía a gritos cantar “el suyo”. Escribió desde los diecisiete,
pero fue cuando se mudó a Maracaibo que el ardor le hizo conocer la
poesía. Fue también periodista, y madre, aunque a Francois lo vería
sólo tres veces de adulto, y no lo reconocería y sería una lágrima
en el mundo, una lágrima cayendo sobre el candil, su primera lágrima
parida. Au revoir, Francois.
Francois prefirió entonces quedarse
con su padre en París, una treta por la que descendió Miyó al
subsuelo.
“No enseñaré a mi hijo a
trabajar la tierra
ni a oler la espiga
ni a cantar los himnos.
Sabrá que no hay arroyos
cristalinos
ni agua clara que beber.
Su mundo será de aguaceros
infernales
y planicies oscuras.
De gritos y gemidos
de sequedad en los ojos y la
garganta
de martirizados cuerpos que no
podrán verlo ni oírlo.
Sabrá que no es bueno oír las
voces de quienes exaltan el color del cielo.
Lo llevaré a Hiroshima. A Seveso. A Dachau.
Su piel caerá pedazo a pedazo frente al horror
y escuchará con pena el pájaro que canta,
la risa de los soldados
los escuadrones de la muerte
los paredones en primavera.
Tendrá la memoria que no tuvimos
y creerá en la violencia
de los que no creen en nada”.
Lo llevaré a Hiroshima. A Seveso. A Dachau.
Su piel caerá pedazo a pedazo frente al horror
y escuchará con pena el pájaro que canta,
la risa de los soldados
los escuadrones de la muerte
los paredones en primavera.
Tendrá la memoria que no tuvimos
y creerá en la violencia
de los que no creen en nada”.
A Miyó la odió el adjetivo, pero supo
ver y decir que la señora del kiosco tenía el culo redondo, que se
acostaba de barriga para hacerse la boba frente a la caja boba y que
se volteaba de cara al techo para ser amada. Se burlaba del dolor,
haciéndolo más dolor, chirriante.
Fue un monstruo sediento, que bailó
con las llamas negras del petróleo y su flama. Siete veces intentó
dejar de respirar y tampoco la muerte la quería, una vez con
pastillas, otra abriendo la boca del horno y dejando colar el gas;
pero, hasta yo sé que “el primer suicidio es único”, cuando
todos los demás no cuentan: su hijo, el otro hijo -Ernesto-, la
encontró flotando en el agua, hinchada de palabras que no pudo decir
diciéndolo todo, con sobredosis de Rivotril, vestida para bailar
sólo con ella, sola. No la detuvo ni San Judas Tadeo, tampoco Rocío
Durcal.
Era un 29 de noviembre de 1991, yo
acababa de cumplir siete años y su casa había sido derrumbada.
Se quejaba de su sequedad en la vagina,
por eso le pagaba a Vallejo para que le dejara lagunillas de saliva
en la frente de la vulva, justo en la palma que se le hacía por
encima de los labios, cuando se acostaba boca arriba, y se convertía
en un monstruo con cabeza de mujer y garras de arpía, el murmullo de
sus pocas virtudes, la desheredada de belleza y simetría: ojo caído,
bizca, lentes de pasta gruesa, dientes de paleta, cicatrices de
quemadura, arrugas varias, “mi-cuerpo-es-una-mierda”, gordura (se
operó para quitarse 20 kilos), alcohólica, dirritmia cerebral,
ataques de furia, era una mujer gastada por su mente, con el Mal en
los ojos, “dos partos, diez abortos, ningún orgasmo”.
“Detallo su foto: la frente recta,
masculina, un ojo desviado, uno apagado, dientes flotantes, separados
y salientes, amarillos, como maíces, a causa de la nicotina; el pelo
recortado de cualquier forma, las líneas de perro que denuncian la
llegada y el paso de los treinta años. Media boca sonríe. Media lo
duda. Posee al mismo tiempo la frialdad del hombre que se siente
ridículo ante la cámara y la fotogenia de la dama acostumbrada a
sonreír cuando la miran. Pruebo a ocultar la mitad de su rostro con
un dedo: la derecha me sonríe, aunque muestra un atisbo de timidez,
una curva ovalada y calvicie incipiente: rostro de niña prematura,
envejecida a destiempo. Pruebo a ocultar la otra mitad: mandíbula
angular, con risa falsa. Ojo atento, pero incapaz de parpadear, como
el ojo de un animal muerto, o de una lagartija al asecho. Ahí está:
es la cara de un hombre equivocado de cuerpo”.
Una se tropieza jodida con una misma,
cantada por la voz dulce de una bestia que no quiso conocerte, y en
cambio se fue a encontrar con Giovanna “entre el puerto y la
montaña, la ribera y el sur”, donde la muerte nos vigila.
“Tantos estudios sobre las
maldades del alcohol y nada sobre sus beneficios. Los latidos se
normalizan, la bola se deshace, los ojos se aclaren, el pulso ya es
firme, la cerrada angustia se desvanece y el pecho se abre. Clásica
crisis de angustia diluida correctamente en un trago (...)
No te sometas al chantaje de la
muerte. La gente que te habla de dependencia se cepilla los dientes
todos los días, a las 8 a las 12, y a las 8 otras vez. Llegan todos
los días al mismo sitio y hacen las misma cosas. Le dan cuerda al
reloj para que suene, sin falta, a la hora exacta. Toman un jugo de
naranja exactamente antes de cagar. Van a un parque y corren como
avestruces. Sudan y quedan vacíos de tripa y cerebro, con una bruma
tan cerrada que sólo ven la punta de sus zapatos adidas (...) ¿Eso
no es dependencia? ¿Eso no es reducir la vida a unos hábitos
estúpidos?”.
Me asalta el
peligro de ser estúpida en silencio, soñándola sin poder obtener
de ella tan siquiera el saludo, una mujer que no termina por izar sus
pétalos, esclava de la tierra, “un maíz ornamental”.
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Miyó Vestrini cuyo verdadero nombre
era Marie-José Fauvelles Ripelt nació en Nimes, Francia el 27 de
abril de 1938. A los nueve años de edad emigra con su madre, el
nuevo esposo de ésta el italiano Renzo Vestrini, sus dos hermanas y
el abuelo, a Betijoque en Trujillo. A los diecisiete se establece en
Maracaibo. Pare a dos varones, se hace periodista, es poeta (nunca en
pasado), y miembro de diferentes colectivos literarios, como Sardio,
El Techo de la Ballena, Tabla redonda, Trópico Uno, Haa,
Apocalipsis, 40 grados a la sombra. Entre sus libros: Las
historias de Giovanna (1971), El invierno próximo
(1975) y Pocas virtudes (1986). Asimismo dos inéditos:
Valiente ciudadano (1994,) y Órdenes al corazón
(cuentos), publicados después de su fallecimiento en a finales de
1991.
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