Volvieron como cascos de caballo sobre
el lomo de la sabana.
Ella, despertó y se miró las manos
que permanecían en su lugar. Siempre soñaba que se las cortaban
porque se negaba a masturbar a un ejército de hienas.
Hacía tres días que dormía, trataba
así de esconderse del hambre.
El tropel del Ejército de Resistencia
del Señor la miró y asumió que estaba muerta.
Se llevaron a la mujer a su lado,
también al hijo.
La compañera les serviría de cama, el
niño ya podía sostener el fusil.
Aprendió a orar a Dios en el
desespero, a cantar para invisibilizarse de frente a la maldad.
Corrió sin mirar hacia atrás, y se le
olvidó el camino a casa.
Angélique sabe qué le harán a
aquella mujer y a su cría, sabe cómo acabarán, porque en el Congo
queda el infierno, un hoyo en la tierra, con paredes de diamantes que
alumbran el camino por el que asciende el aliento del diablo, un vaho
mortecino que atraviesa el corazón del hombre primario.
Y, entonces, ¿de dónde saca la
sonrisa Angélique?
Ella, ríe al
enemigo y atraviesa el calor de las calles de Dungu en bicicleta, un
poblado cercado por una densa capa vegetal que sirve de refugio para
los que vuelven de la guerra, con unos 73.000
habitantes, ubicado en la provincia Oriental al noreste de la
República Democrática del Congo.
Ella, ha transformado su miedo y pone
sus manos como cuencos en los que caen miles de mujeres secuestradas,
violadas, mutiladas, desplazadas, refugiadas, mujeres congolesas, y
también sus niños, que aprenden de nuevo a bailar y a entonar sus
penas sobre el pecho de la Hermana Angélique Namaika, un tambor de
agua que calma la sed de tanta alma yerma.
Su nombre no es en vano, le devuelve al
nimbo de mujeres un claro donde es más azul el cielo: un horno al
que van a parar la fuerza de sus espíritus, el alimento, el pan.
Mantiene grupos de costura, de formación agrícola y de
alfabetización, de partería y enfermería entre personas que además
son señaladas por el resto de la sociedad como culpables de haber
sido esclavizadas por los ejércitos irregulares de su país. Ella es
el ángel que les devuelve a la vida, y les convida al lugar común:
una misa que acaba en danzas, el campo donde
producen caraotas, maíz, arroz, auyama, plátanos.
Cuando un niño, que ha visto morir a
sus hermanos, se pone en pie para reconocer las letras de la pizarra
de Angélique, la hermana siente que acude al alumbramiento de un
nuevo ser, como si le diera la mano para que aprendiera a caminar y
corriera al pecho de su pueblo a dejar en el fuego un pedacito de su
madera, para que arda la esperanza.
Pero lo mismo hace el pan, que la casa
del vecino, y levanta la tierra de la que está hecha su piel y eleva
una pared y otra, y las corona con palmas, para que bajo el techo
retorne el descanso y en medio del bahareque la rama seca encuentre
la vida.
A Angélique le dieron un premio, y
otro premio, y otro. Pero seamos claros, para su gente el premio es
ella, su “madre”.
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Angélique Namaika es una religiosa de
47 años, que nació en Kembisa, al sur de la provincia Oriental del
Congo. Forma parte de una familia de seis hermanos y padres
agricultores, con fuertes raíces católicas. La inspiración
religiosa le viene de la abuela, pero es a los nueve años de edad y
por medio del trabajo de una monja alemana agustina que descubre su
vocación y decide consagrarse al servicio de los otros. Durante doce
años se forma en Doruma. Y, después de año y medio en Bangado, es
destinada a Dungu, donde se dedica de lleno a trabajar con las
mujeres y sus niños, principales afectados por los grupos armados
que asedian la zona. En 2009 se transformó ella misma en desplazada
durante varios meses. En 2013, la Agencia de la Organización de
Naciones Unidas para los Refugiados -ACNUR- la reconoce como la
ganadora del Premio Nansen para los Refugiados.
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