martes, 15 de marzo de 2016

Gastronauta 76: Eucalipto


No llueve. No se cuántos meses lleva sin llover. Antes hubo un calor húmedo que subía por los pisos de cada apartamento y nublaba las ventanas. Por primera vez en casi tres años, dormimos desarropados. Después, cerramos las ventanas y a medianoche nos cubrimos con la sábana fina, porque en la tarde hacía calorcito, y ya la noche refrescaba. Seguía sin llover.
Desde hace dos semanas, los vientos anuncian la tempestad. Pero no se acercaba el aguacero.
En una de estas lunas, los ventanales de la casa se batían con la fuerza de algún coletazo huracanado, el techo del vecino del último piso voló hasta caer en las residencias conjuntas, y sentimos desde casa el quiebre de los huesos de la tierra.
Bajamos y nos fijamos desde la puerta, pero todos dormían, o eso parecía.
La albahaca del matero de nuestro cuarto resistió la embestida, gallarda y altanera como pocas.
Una mariposa cayó en el orégano. Nunca hubiera sabido que llegaba por las noches a dormir en su perfume. Y ésa noche miré el orégano de luto, que se tragó las alas y con ella un poco de agua.


Cuando nos disponíamos a subir a casa, un golpe nos heló las piernas:
El más fuerte de los vientos se trajo a nuestro amigo, el Eucalipto. El cielo lloró un poco.
Estuvo antes que nosotros y sus hojas en agua, cocidas, ayudaron a mis hijas a respirar cuando el aire no era suficiente.
No confirmamos su muerte sino hasta la mañana siguiente.
Era sábado de ir por vegetales en el mercado del pueblo.
Y cuando salíamos, nos despedía para siempre.
Hice devolver a Ernesto, para que las niñas le dijeran adiós.

Estaba un par de vecinos afinando la motosierra. Les pregunté si no había otra opción, sino se podía transplantar, cortar las hojitas, hacer algo. “Y, no”, respondieron los hombres.
“¿Quién lo derribó, el viento de anoche?”, les pregunté entrecortada. Pero, no sabían de lo que les estaba hablando. Para ellos no hubo ningún vendaval. El techo del vecino permanecía en su sitio. El árbol moría de viejo, decían. Uno de los bomberos -que llegaba luego- llegó a preguntarme, como si con eso me iba a conformar, “¿si mueren los niños recién nacidos, cómo no va a morir un árbol de viejo, señora?”.
Yo, entendía la muerte, lo que me negaba a aceptar era que no existiera vida después, que los pedazos de una fueran a dar a cualquier vertedero de basura, y no a abonar la poquita tierra que el humano deja de rodear de cemento.
Me costó un poco más comprender que el ventarrón de aquella noche era la marcha fúnebre del Eucalipto, que hacía más aire al aire en la última de sus tinieblas.
Se dejó caer sin malograr las cayenas que lo rodeaban, sin lastimar el pequeño bosque de llantén a sus pies, sin despertar al indiferente que no sabe que respira menos.

Me fui pensando en sus hojas verde-grisáceas, casi azuladas, espaciadas bajo la sombra de los pinos. Quién las iba a recoger.
El viento nuevamente se encargaría, de correrlas hasta el barranco que nos bordea, y de traer sobre la base de sus raíces el vientre de sus hijos, emplumados, que descansan de la corriente de los ríos.
Yo conozco a sus hijos, los que enfilan el polvo, en el baile de agua, justo en el pedazo donde el Eucalipto guarda la vida.
Esa noche en mi casa llovió. En la de mis vecinos, el Guri seguía descendiendo.
Algunos árboles se suicidaron, otros esperan la bala dorada del Arco Minero del Orinoco, el abismo que conecta con el infierno.
Nuestro Eucalipto partió antes de la espina, porque como decía un viejo profesor, “algunos se mueren a tiempo”.

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