La mamá de Berta se llama Berta. Fue
partera y enfermera.
La levantó como se levanta una Ceiba,
sola.
Son dos gotas del río Gualcarque que
revuelven el caudal, lo acrecientan.
Guardianas del tiempo, descienden de
las palabras del naualth y de los mayas, lo mismo que del copal y la
candela.
Su tronco grueso no cede al hacha y se
hace con más anillos cuanto más insiste la tala.
Su hablar es el de la llama que baila
al viento: cadente, y justo: quema cuando es preciso y calienta
cuando también.
Berta es de la nación Lenca, del lado
hondureño, donde es peligroso ser persona, de donde las piedras
huelen a hiedra rota, de donde una recuerda el color del día cuando
nació.
Parió a cuatro hijos... que
oscurecieron su piel, engrosaron sus manos, empuñaron una epifanía
terrosa: el abuelo tabaco la visitó, y le contó su destino. Berta
le sonrió en una calada, cerró los ojos, y siguió la espiral de
humo, de la que mamó la rabia.
La madre le enseñó a luchar y ella
fue alumna destacada:
Defendió con la fiereza de un jaguar
el territorio lenca y sacó a los chinos de las narices de su selva.
También al Banco Mundial y al Holandés, que encontraron en la
humanidad de esta mujer, un muro incluso más resistente que sus
represas.
Bajó de la montaña al asfalto y puso
su cuerpo y el de su comunidad frente al represor uniformado. Por
allí no pasó ni medio pensamiento, y fueron las balas a sembrarse
en la corteza del pueblo unido.
Meció en su pecho el cuerpo muerto de
Maycol, un niño de catorce años, cuyo delito fue sembrar maíz a
las márgenes del río.
Se trajo en el lomo uno a uno a sus
vecinos, y los apiló en Tegucigalpa, capital de la inquina, y río
de sangre. Se escondía Berta en sus espaldas, única forma de
sobrevivir a las gigantes transnacionales.
Y cayeron a su lado sus compañeros y a
Berta le creció el pecho, porque entonces fue responsable de portar
como antorcha, sus corazones.
Esta noche se llevaron su cuerpo, para
que fuera su espíritu a poblar las aguas que atraviesan la
profundidad y la injusticia.
Ella supo lo que iba a pasarle, el río
trató de arrastrarla consigo más temprano, pero Berta insistió en
su camino: el final de su carne, escrito en papel moneda en alguna
oficina, la burocracia de la muerte, que se alimenta de los
impuestos, que camina a su lado, que la mira de soslayo. El pobre,
uniformado de bárbaro, defendiendo a los amos, y Berta con su voz de
fuego concediéndole la vida, a cambio de un ascenso.
“Vamos a investigar”, dicen las
autoridades. Y le queda fácil la verdad y la mentira.
“No la cuidamos lo suficiente”. Y
se lavan las manos donde mismo orinan, el mismo hueco donde defecan,
el plato en el que comen.
“Estados unidos nos acompañará en
la investigación”. Abren la boca, y el tufo a muerte viste la
sala.
Abren la boca y dos disparos nos deja
sin vida, cuando a Berta se la lleva el río.
Afuera están las plumas y las flores,
y el aserrín, y el agua, esperando que el hombre y que la mujer
bailen sus restos.
Afuera late la luna en el agave: se
espesa su savia... recibe a Berta.
***
Berta Cáceres, mujer indígena,
revolucionaria, defensora del territorio lenca, comunidad indígena
que habita parte del territorio de Hondura y El Salvador. Reconocida
por su lucha medioambiental de los ríos que atraviesan su comunidad.
Recientemente muerta de dos tiros la madrugada del jueves 3 de marzo,
justo a los tres años del sicariato contra Sabino Romero, líder
yukpa y defensor de sus territorios ancestrales, en La Sierra de
Perijá.
El día se hace más gris, y está más
próximo el exterminio de todo rastro de bondad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario