Un día antes de aquello, le escuché a
mi abuela decir que de sus huesos “hicieran sopa”.
Ésa tarde, jugábamos en la calle al
fútbol, con arquerías de tubo hechas entre los vecinos para los
niños de la comunidad.
En realidad, jugaban mis hermanos y yo
fastidiaba con querer darle unas pataditas al balón.
Amada, la señora de la bodega, tenía
un pastor alemán a quien le llamábamos “Canuto”, que reposaban
frente nuestro cada que íbamos a corretear a la pelota.
Pasó que, en una de esas, le pisé la
pata a Canuto con la portería que daba a las escaleras de su casa.
Yo, corrí en zigzag, palante, patrás,
brinqué, grité, pero me caí y di la frente a la acera, traspié
que aprovechó el perro y me agarró en un pequeño tajo la pierna.
Me alcé y seguí la carrera hasta casa
de la abuela, que me recibió en brazos.
Me calmó, me meció en la hamaca que
colgó de sus pechos, me estiró las lágrimas y los cabellos hasta
detrás de las orejas, para descubrirme la cara y me dijo: “vamos a
hacer que pierda los dientes. No podemos dejar que muerda a más
nadie”.
Lo que sigue, fue un ritual que más
nunca olvidé: cruzó mantequilla con sal en el chichón que me latía
en la cara. Puso los cuchillos, que usó para ello, en cruz debajo de
la cama.
Después de limpiarme la carne
ensangrentada, me oró con una ristra de ajos allí, donde me rasguñó
el ovejero sin ovejas. Mientras hervía las hojas de mango, para
desinflamar.
“Ya verás”.
Tres días después, Canuto se murió.
Y todos me llamaron “bruja”.
Canuto era un perro viejo, con más
encías que colmillos, con más dolor en su pata (de habérsela
machacado con el cuadrado de tubos) que fuerzas para corretearme.
Estaba por marcharse, pero quien se metía con la abuela (que era lo
mismo que meterse conmigo) no salía ileso.
La verdad, la abuela me enseñaba a
cuidarme y a cuidar a otros, a usar los ajos como antisépticos,
relajantes y antiinflamatorios, y a confiar en la fe ésa que reza
que todo lo que uno hace, se devuelve.
Ella misma cuidaba y curaba los
perritos de la calle, pero en sus manos la justicia era justa.
Desde ése día, en el barrio nos
distinguieron con una escoba, y lo pensaban antes de mostrarme los
dientes.
A mí me quedó sonando en la cabeza
aquella frase de la abuela, y durante un tiempo no quise probar la
sopa. Mi vieja era una bruja, y yo me había iniciado en aquellas
lides: debía conocer las propiedades de la cayena, bajo qué luna
aplicar el azul de metileno con una pluma de loro, masajear con
aceites calientes donde el frío habitara, rezar los malestares,
voltear los maldeojos, brujear: porque para qué una se llama bruja,
sino hace “cosas”.
Cuando yo le salía con alguna
“adolescencia”, mi abuela me decía “canuta”, porque según
ella, el viejo alemán me había dejado de él en lo que me imprimió
su dentadura más arribita del tobillo.
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Este fin de semana, mi tía y mi madre
hicieron sopa de huesos, y nos reunimos en la mesa a tomarnos a la
abuela: algunos cuchillos se hicieron la cruz.
Yo, canté.
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