martes, 1 de marzo de 2016

Gastronauta 74: Bruja


Un día antes de aquello, le escuché a mi abuela decir que de sus huesos “hicieran sopa”.

Ésa tarde, jugábamos en la calle al fútbol, con arquerías de tubo hechas entre los vecinos para los niños de la comunidad.
En realidad, jugaban mis hermanos y yo fastidiaba con querer darle unas pataditas al balón.
Amada, la señora de la bodega, tenía un pastor alemán a quien le llamábamos “Canuto”, que reposaban frente nuestro cada que íbamos a corretear a la pelota.
Pasó que, en una de esas, le pisé la pata a Canuto con la portería que daba a las escaleras de su casa.
Yo, corrí en zigzag, palante, patrás, brinqué, grité, pero me caí y di la frente a la acera, traspié que aprovechó el perro y me agarró en un pequeño tajo la pierna.
Me alcé y seguí la carrera hasta casa de la abuela, que me recibió en brazos.


Me calmó, me meció en la hamaca que colgó de sus pechos, me estiró las lágrimas y los cabellos hasta detrás de las orejas, para descubrirme la cara y me dijo: “vamos a hacer que pierda los dientes. No podemos dejar que muerda a más nadie”.
Lo que sigue, fue un ritual que más nunca olvidé: cruzó mantequilla con sal en el chichón que me latía en la cara. Puso los cuchillos, que usó para ello, en cruz debajo de la cama.
Después de limpiarme la carne ensangrentada, me oró con una ristra de ajos allí, donde me rasguñó el ovejero sin ovejas. Mientras hervía las hojas de mango, para desinflamar.
“Ya verás”.

Tres días después, Canuto se murió. Y todos me llamaron “bruja”.
Canuto era un perro viejo, con más encías que colmillos, con más dolor en su pata (de habérsela machacado con el cuadrado de tubos) que fuerzas para corretearme. Estaba por marcharse, pero quien se metía con la abuela (que era lo mismo que meterse conmigo) no salía ileso.
La verdad, la abuela me enseñaba a cuidarme y a cuidar a otros, a usar los ajos como antisépticos, relajantes y antiinflamatorios, y a confiar en la fe ésa que reza que todo lo que uno hace, se devuelve.
Ella misma cuidaba y curaba los perritos de la calle, pero en sus manos la justicia era justa.
Desde ése día, en el barrio nos distinguieron con una escoba, y lo pensaban antes de mostrarme los dientes.

A mí me quedó sonando en la cabeza aquella frase de la abuela, y durante un tiempo no quise probar la sopa. Mi vieja era una bruja, y yo me había iniciado en aquellas lides: debía conocer las propiedades de la cayena, bajo qué luna aplicar el azul de metileno con una pluma de loro, masajear con aceites calientes donde el frío habitara, rezar los malestares, voltear los maldeojos, brujear: porque para qué una se llama bruja, sino hace “cosas”.

Cuando yo le salía con alguna “adolescencia”, mi abuela me decía “canuta”, porque según ella, el viejo alemán me había dejado de él en lo que me imprimió su dentadura más arribita del tobillo.

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Este fin de semana, mi tía y mi madre hicieron sopa de huesos, y nos reunimos en la mesa a tomarnos a la abuela: algunos cuchillos se hicieron la cruz.
Yo, canté.

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