María madre de Jesús, Theotokos (la
que dio a luz a Dios), es una invención del hombre.
Un hombre que odiaba a las mujeres, las
torturaba, las mataba, las demonizaba, y al mismo tiempo elevaba a su
“virgen” al altar de los yesos católicos.
Fue en Efeso, en el año 431, cuando
ocurrió aquello. Uno de los involucrados más activos en la
conversión de la campesina palestina en la madre de Dios, fue Cirilo
de Alejandría (hecho Santo por la Iglesia), el mismo que incitó a
desollar viva a la filósofa pagana Hypatia, el mismo que movió a
las muchedumbres a elevar a María como Theotokos.
Cincuenta años antes, un puñado de
eclesiásticos la habían declarado “virgen perpetua”. Ciento
cincuenta después, celebraron su asunción a los cielos. La
deshojaron de toda sangre en sus venas, para hacerla cada vez más
abstracta, menos mujer.
Como su hijo, era producto de la
consustanciación: divinos como humanos. Pero, los encargados de
beatificarla le quitaron la carne, el pecado original, propio de los
mortales, y por medio de la aniquilación de su sexo pretendieron
castrar al resto de las mujeres, con la idea de su inmaculada
concepción, porque para los fieles el cuerpo era la puerta de los
infiernos (aunque para los sacerdotes la lascivia sexual le era tan
propia como los hábitos).
A través de María exaltaban a la
mujer, a costa del desprecio de su sexualidad.
Menos mal que no existió como la
delinearon, sino aun más pobre
hubiese sido su vida.
María pariría una idea, que se
convertiría en carne: Jesús, para luego ella transformarse en idea.
Y junto a los mármoles, el himen de
esta muchacha coronaría el panteón católico: le restaron a sus
otros hijos y le restauraron la membrana entre las piernas.
Todo lo hicieron por ella, incluso
estuvo por encima del Papa, eso sí nunca fue agente de su propia
exaltación, “he aquí la esclava del señor”, que nunca llegaría
a papel alguno en las estructuras de poder de la Iglesia.
Era el modelo de comportamiento para
las mujeres, obediente, pasiva, asexual y maternal. Un espejo para el
reproche, que se multiplicó con el surgimiento de conventos y
escuelas regidas por las monjas y la expansión de las doctrinas
misóginas del cristianismo.
Pasó de Madre de Dios y Reina de los
cielos, a Nuestra Señora: “Casémonos con la Virgen María; con
ella nadie puede hacer un mal matrimonio”, escribía el francés
Gautier d' Arras.
María era así el retrato contra el
que chocarían millares de mujeres en la historia, en manos de los
hombres. Uno, el Papa Inocencio VIII, figura que hizo posible la
Inquisición y la caza de brujas, como método, hubo de pasar las
últimas semanas de su vida incapaz de digerir nada que no fuese
leche materna, el mismo que condenó a millares de mujeres inocentes
a la hoguera, con la estampita de la Santa virgen ensangrentada.
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Según los inquisidores en la Biblia de
sus desmanes, el Martillo de las brujas, “toda brujería
viene de la lujuria carnal que en las mujeres es insaciable (...)
tres cosas hay que nunca se satisfacen, y una cuarta dicen que no es
suficiente, a saber la boca del útero... por lo cual a fin de
satisfacer su lujuria yacen incluso con el diablo”.
Además de provocar abortos sólo con
una mirada, volar sobre escobas, fornicar con el diablo, acabar con
las cosechas, inducir la muerte con un estrechón de manos... robaban
penes.
“Cierto hombre cuenta que, cuando
perdió su miembro, se aproximó a cierta bruja para pedirle que le
devolviese la salud. Ella le dijo al afligido que trepase cierto
árbol y que allí podía escoger el miembro que le gustase de un
nido en el cual había varios”...
Se suponía que las brujas lo guardaban
en cestas donde las aves ponían sus huevos. Allí, los penes tenían
vida propia y serpenteaban para comer avena y trigo.
... “Y cuando trató de tomar uno
grande, la bruja le dijo: 'no debes llevarte ése', y añadió
'porque le pertenece al cura de la parroquia'”.
Las acusaciones de cualquier tipo
fueron aceptadas como prueba para uno de los genocidios más
encubiertos de la historia, la muerte de millares de mujeres durante
los tres siglos que duraría la cacería de brujas, que tenía como
prototipo de lo femenino a la Theotokos.
Pero María, al ser invento, pudo ser
en verdad otro de los demonios (la mujer es el diablo) que usó la
iglesia para sobrevivir a la pérdida de la fe en plena peste negra,
que se cobraría la vida de veinte millones de personas en Europa.
También, el desprecio y la deshumanización fueron los antecedentes
que hicieron posible la masacre que practicarían contra las mujeres.
Ésta gran distorsión del complejo de
Edipo la hemos pagado generaciones y generaciones de mujeres, que no
somos a imagen y semejanza de la madre del redentor, y como
consecuencia ocupamos las más feroces fantasías de sus hijos,
muchas, represiones sexuales.
Según cuentan las brujas a los
inquisidores, bajo las más terribles torturas, “el miembro del
demonio se vuelve grande 'como el de una mula... largo y grueso como
un brazo', e incluso desarrolla ramificaciones para que la mujer
pueda tener sexo oral, anal y vaginal al mismo tiempo”...
Si eso es lo que hizo el diablo, ¿qué
es lo que hace Dios para voltearle los ojos a Ludovica Albertoni, una
de sus beatas?
Gianlorenzo Bernini sabe. El humanista
se atrevió a masturbarla con su cincel y a Santa Teresa de Ávila
también, una escultura que viste a la iglesia de Santa María de la
Victoria, en Roma. A sus orgasmos le llaman transverberación, la
unión mística con el supremo. Porque si sus inventores son
misóginos, Dios quiere con todas.
Al creador, las Marías lo aprietan
entre los dientes: ¡Oh, Dios!
Algunos entienden: odio.
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