martes, 22 de marzo de 2016

Gastronauta 77: Theotokos



María madre de Jesús, Theotokos (la que dio a luz a Dios), es una invención del hombre.
Un hombre que odiaba a las mujeres, las torturaba, las mataba, las demonizaba, y al mismo tiempo elevaba a su “virgen” al altar de los yesos católicos.
Fue en Efeso, en el año 431, cuando ocurrió aquello. Uno de los involucrados más activos en la conversión de la campesina palestina en la madre de Dios, fue Cirilo de Alejandría (hecho Santo por la Iglesia), el mismo que incitó a desollar viva a la filósofa pagana Hypatia, el mismo que movió a las muchedumbres a elevar a María como Theotokos.
Cincuenta años antes, un puñado de eclesiásticos la habían declarado “virgen perpetua”. Ciento cincuenta después, celebraron su asunción a los cielos. La deshojaron de toda sangre en sus venas, para hacerla cada vez más abstracta, menos mujer.
Como su hijo, era producto de la consustanciación: divinos como humanos. Pero, los encargados de beatificarla le quitaron la carne, el pecado original, propio de los mortales, y por medio de la aniquilación de su sexo pretendieron castrar al resto de las mujeres, con la idea de su inmaculada concepción, porque para los fieles el cuerpo era la puerta de los infiernos (aunque para los sacerdotes la lascivia sexual le era tan propia como los hábitos).
A través de María exaltaban a la mujer, a costa del desprecio de su sexualidad.
Menos mal que no existió como la delinearon, sino aun más pobre hubiese sido su vida.
María pariría una idea, que se convertiría en carne: Jesús, para luego ella transformarse en idea.
Y junto a los mármoles, el himen de esta muchacha coronaría el panteón católico: le restaron a sus otros hijos y le restauraron la membrana entre las piernas.
Todo lo hicieron por ella, incluso estuvo por encima del Papa, eso sí nunca fue agente de su propia exaltación, “he aquí la esclava del señor”, que nunca llegaría a papel alguno en las estructuras de poder de la Iglesia.

Era el modelo de comportamiento para las mujeres, obediente, pasiva, asexual y maternal. Un espejo para el reproche, que se multiplicó con el surgimiento de conventos y escuelas regidas por las monjas y la expansión de las doctrinas misóginas del cristianismo.
Pasó de Madre de Dios y Reina de los cielos, a Nuestra Señora: “Casémonos con la Virgen María; con ella nadie puede hacer un mal matrimonio”, escribía el francés Gautier d' Arras.
María era así el retrato contra el que chocarían millares de mujeres en la historia, en manos de los hombres. Uno, el Papa Inocencio VIII, figura que hizo posible la Inquisición y la caza de brujas, como método, hubo de pasar las últimas semanas de su vida incapaz de digerir nada que no fuese leche materna, el mismo que condenó a millares de mujeres inocentes a la hoguera, con la estampita de la Santa virgen ensangrentada.
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Según los inquisidores en la Biblia de sus desmanes, el Martillo de las brujas, “toda brujería viene de la lujuria carnal que en las mujeres es insaciable (...) tres cosas hay que nunca se satisfacen, y una cuarta dicen que no es suficiente, a saber la boca del útero... por lo cual a fin de satisfacer su lujuria yacen incluso con el diablo”.
Además de provocar abortos sólo con una mirada, volar sobre escobas, fornicar con el diablo, acabar con las cosechas, inducir la muerte con un estrechón de manos... robaban penes.
“Cierto hombre cuenta que, cuando perdió su miembro, se aproximó a cierta bruja para pedirle que le devolviese la salud. Ella le dijo al afligido que trepase cierto árbol y que allí podía escoger el miembro que le gustase de un nido en el cual había varios”...
Se suponía que las brujas lo guardaban en cestas donde las aves ponían sus huevos. Allí, los penes tenían vida propia y serpenteaban para comer avena y trigo.
... “Y cuando trató de tomar uno grande, la bruja le dijo: 'no debes llevarte ése', y añadió 'porque le pertenece al cura de la parroquia'”.

Las acusaciones de cualquier tipo fueron aceptadas como prueba para uno de los genocidios más encubiertos de la historia, la muerte de millares de mujeres durante los tres siglos que duraría la cacería de brujas, que tenía como prototipo de lo femenino a la Theotokos.
Pero María, al ser invento, pudo ser en verdad otro de los demonios (la mujer es el diablo) que usó la iglesia para sobrevivir a la pérdida de la fe en plena peste negra, que se cobraría la vida de veinte millones de personas en Europa. También, el desprecio y la deshumanización fueron los antecedentes que hicieron posible la masacre que practicarían contra las mujeres.

Ésta gran distorsión del complejo de Edipo la hemos pagado generaciones y generaciones de mujeres, que no somos a imagen y semejanza de la madre del redentor, y como consecuencia ocupamos las más feroces fantasías de sus hijos, muchas, represiones sexuales.

Según cuentan las brujas a los inquisidores, bajo las más terribles torturas, “el miembro del demonio se vuelve grande 'como el de una mula... largo y grueso como un brazo', e incluso desarrolla ramificaciones para que la mujer pueda tener sexo oral, anal y vaginal al mismo tiempo”...

Si eso es lo que hizo el diablo, ¿qué es lo que hace Dios para voltearle los ojos a Ludovica Albertoni, una de sus beatas?
Gianlorenzo Bernini sabe. El humanista se atrevió a masturbarla con su cincel y a Santa Teresa de Ávila también, una escultura que viste a la iglesia de Santa María de la Victoria, en Roma. A sus orgasmos le llaman transverberación, la unión mística con el supremo. Porque si sus inventores son misóginos, Dios quiere con todas.

Al creador, las Marías lo aprietan entre los dientes: ¡Oh, Dios!
Algunos entienden: odio.

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