Por Indira Carpio Olivo
I
Hoy es domingo de
ramos.
No tenía los diez
años, y en casa no alcazaba a cantar el gallo, cuando la abuela
Amalia nos separaba de las sábanas, de camino a la iglesia.
A mi me guiaba el
olor de las velas y la mirra acumulada en la gran cúpula amarilla de
Charallave. Disfrutaba de la poca brisa que apagaba los candelabros y
la espiral de humo que se tragaba los árboles quietos de la plaza
Bolívar.
Recuerdo las cruces
de palma bendita que la abuela me regalaba para que me cuidaran. Me
decía que las guardase. Yo las engavetaba, o las atesoraba en la
carterita de turno, hasta que se deshacían entre mis juguetes.
Me parecían el
envoltorio de los dulces de plátano. Olía y recontraolía aquel
cruce de palmera seca con un punto de hilo al medio, hasta que
acababa con su aroma “sagrado”, o las transformaba en “Y”.
II
Una pestilencia de
por estos días era el hedor a cabello quemado. En las procesiones de
mi pueblo, a medida que crecíamos, disfrutábamos la morbosidad de
acabar con algunas lindas melenas a la luz de la luna del Nazareno.
Íbamos todos
disfrazados de mártires, bajo la mirada asesina de la abuela, con
las manos insensibles por la esperma derretida, tratando de atinar
“los pelos” de la vecina.
Las peregrinaciones,
las promesas, los pies descalzos, la cera derretida en el asfalto,
las postales de mi Amalia.
III
Una foto que me
guardo es la noche de los latigazos a los presos liberados:
expresidiarios que pelaban la espalda a las estrellas, mientras eran
azotados con largas tiras de cuero. Éste era el precio que pagaban
por el milagro de su libertad.
Dos de mis tíos
acudían a la fusta, aguardiente mediante.
Yo, miraba cómo
lloraba la abuela y la acompañaba en el llanto. Ella se santiguaba y
yo la imitaba, pero siempre me hacía la señal de la cruz al revés.
IV
Para nuestra
familia, semana santa era especial. Mi tío Chicho era el Jesús de
La pasión, cuando no lo era tío Dante. Mi tía Martha hacía de
María Magdalena. También participaban mis tíos Juancho, Félix y
Rafael, junto a mi madre. Eran soldados, fariseos, prostituta. Eran
el teatro del pueblo.
Disfrutaba verlos,
reconocerlos, admirarlos, mientras masticaba los dulces de coco de la
abuela.
Cada vez que
crucificaban a mis tíos, los cristos, caían Amalia y Constanza,
desleídas como velones sin mecha.
V
Yo acudí -desde muy
pequeña- a la ceremonia en la que cortaban los rizos rojos de mi tía
Maritza, los cabellos más hermosos que haya peinado. Ella nació con
el color de piel de una muñeca de porcelana, con los faros azules y
una madeja de fuego. Al poco tiempo sufrió de meningitis.
Los médicos sólo
le dieron unos días de vida. Nunca especificaron que eran 15.755
lunas las que respiraría, 43 años y dos meses.
La abuela agradecía
el prodigio de su vida, todos los años, tijereando mechón a mechón
aquel rubí y ofrendándolo a la virgen María cada semana santa,
para que lo luciera en la procesión.
Era un sacrificio de muñeca a muñeca.
Era un sacrificio de muñeca a muñeca.
VI
En la impertinencia
de la adolescencia y el rechazo a la burocratización de la fe, perdí
algunas postales de la mujer que dio la vida que me trajo al mundo,
pero no olvido las santas semanas que ofreció Juana Evangelista,
nombre de bautizo de mi vieja, a mi espíritu cuentero.
Hace un año y
cuatro meses que no toco el rostro de mi abuela. Hoy busco su
crucecita de palma en mi monedero, detrás de la puerta de la casa de
mi madre, entre mis juguetes y no la hallo.
"Aprieto los ojos y en los destellos, la vuelvo a mirar, sentada en los escalones de su casa a medio destruir, contándonos historias de terror mientras la brisa de la tarde mecía las palmas de coco de mi niñez de barro" No hay más que decir... Un gran abrazo para tí
ResponderEliminaralmabrazo de vuelta, querido
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