miércoles, 6 de marzo de 2013

Chávez y Flora

Eran las cuatro y veinticinco, sonaba la tonada del gloria al bravo pueblo que encabeza las cadenas de radio y televisión. Apenas me había recostado y me levanté inmediatamente. “Se murió”, dije y abrí los diques que contenían tanta tristeza acumulada.

Salí del cuarto. Pero ya era tarde, me habían visto y sentido las niñas. Marianita arrancó a llorar. Cuando me devolví a buscarla, Ernesto la tomó en los brazos. Estaba en el balcón, detrás de la cortina. Suspiraba. “Yo quería conocerlo”, gimoteaba. La tomé y la columpié. Le dije casi sin pensarlo “yo lo conocí”.

De inmediato recordé cuando hablamos, aquel hombre eterno y yo, por primera vez.
Me preguntó el nombre de mis padres y cuando le dije que mi madre se llama Flora, me tomó las manos y cantó la canción de Alí.

Anda Flora, ensilla la burra y vete pal' caserío. Dile al doctor que la tos me apura y que tengo escalofrío. Me da miedo morirme y dejarte, Flora, en la soledad tan sola, con dos muchachos y un conuco que no da ná', tan sola con dos muchachos y un conuco que no da ná'”.

A los muchachos de Buena Fe no les gustaba cuando Chávez cantaba. A mí me parece que cantaba bonito. Aquella noche, él y yo hablamos de muchas cosas. Pero justo en el momento en el que acunaba a Nana, recordaba como cerraba sus ojitos chinos, se inspiraba y me apretaba los dedos:

Perdóneme padre por creer que la noche más bella está en los ojos de Flora, y cada noche, después del tercer Ave María, su olor de hembra me enamora y encuentro a Dios en su vientre”.

No dejo de mirar sus luceros pardos desde entonces.
Se nos fue Ceferino y me dejó preñada. Antes de partir, fue él quien nos alumbró.
Lástima que Dios no exista.

Padre Nuestro que estás en los cielos, no permitas que se muera, es agua de mi limonero y es
semilla de mi tierra. Santa madre inmaculada, quizás por mujer me entiendas que los dolores del mundo son mayores en la hembra, que los dolores del mundo son mayores en la hembra”.
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Dejo de llover salado para convertirme en avispero y parir la miel.
Aunque debo reconocer que me arropan oleajes de dolor. Los recibo con amor niño. Cierro los ojos.
Me acompaña aquel carajito, el arañero. Montamos un pie en la parte baja del carrito del abasto y tomamos impulso para volar. Debemos conseguir la lechosa para lo dulce.
Caemos en una hamaca, mecida por el canto de Alí, el Alí que a mi me devuelve.
Lo dejo sobre las piernas de la Mamá Rosa, acurrucado en sus cuentos.
Al cabo de un ratico entre paletas, nos ladra Guardián.
Acabamos nuestro encuentro en un grito que no se apaga.
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Ya no veo los colores, me huele a tierra mojada”.
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Cuando me preguntó qué quería que hiciera por mí, 
lo único que le pedí fue que le escribiera a mis padres que lo amaban.

Flora y Ceferino, en la voz de Alí y Sol:


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