No me gustan los
gusanos. Pero son necesarios. Más bien, alguna clase de gusanos.
Están los que descomponen de la muerte la materia viva. Los que se
comen los cadáveres para que de su mierda se alimente el mundo. Hay
los que no terminan por ser serpientes y algunos son más bien
oxiuros, les encanta lamer el culo. No me gustan esos gusanos.
Aunque muchos se
transformen en mariposa. No me gustan en su estado larvario, cuando
su risa no rompe la crisálida, cuando miran desde su orilla la isla
y escupen el mar, envenenan la luna, se burlan de la marea. No me
gustan esos gusanos que se prometen alas para derribar aviones, que a
cambio maldicen el sol y se cagan en el nido que les dio la carne de
donde nace el viento.
No me gusta ese gusano
que lo mismo sabe de la lotería que no sabe de historia, que
prefiere vender su lengua a lamer de los labios internos de la flor.
No me gustan los gusanos. Los que se burlan de la muerte sin haberla
procurado, los gusanos, una masa de miedo sin ojos.
Pero, los gusanos son
necesarios porque sino el fondo carecería de forma y no sería idea,
porque es bello el caos que antecede el rayo ¿cuántas veces puede
nacer un gusano? ¿cómo barrer la cresa que forma la nata, que oxida
la palabra país? ¿cómo no convertirse en gusano? ¿por qué
tenemos que arrastrarnos antes de ser mariposa?
El hambre hizo que una
clase de gusanos nadaran, se hicieron de balsas y llegaron al otro
lado de su cuerpo sobre un plástico marchito de libertad y de la
libertad se comieron sus cuerpos y los vomitaron para nacer una y
otra vez, la ola que los visita y los devuelve sobre la arena, sobre
la idea de que pudieron abandonar el pedazo de tierra que se pelean
como perros con sangre entre los dientes.
“El dolor necesita un
lugar”, diría Duras. El lugar es el cuerpo, el cuerpo es una
playa, la playa una boca, la boca del dolor que gime y da forma a las
manos, los gusanos que se creen con manos, que agitan la voz y
celebran victorias ajenas, las noticias falsas, el reposo de las
almas.
Los gusanos, el
enjambre, las preguntas que no hacen, la voz, el grito.
Hay una cría de
gusanos en las fauces de las presas. Son
el volumen de la nada, la certeza de estar en medio de fuerzas
extranjeras, la carne del cañón, el lugar del dolor.
Gusano lo bautizó el
gusano que ancló en su boca el imperio de la moneda, el deseo de
tener que no muere y se transfigura en máscara diaria sin despintar,
con todos los faroles en su sitio, rica y dolorosa como un ancla en
el barro.
Sin Fidel los gusanos
corren el riesgo de comerse a sí mismos.
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Fidel ha muerto, en su
casa, con noventa años, tras seiscientos intentos de asesinato,
después de atestiguar y ser parte importante de la historia del
siglo XX.
En su estela un legado
de solidaridad con los pueblos, el trabajo de los cubanos a cambio de
la dignidad, un país sin desnutrición infantil, con casi cien por
ciento de sus niños escolarizados, con más médicos por habitantes
que cualquier país del mundo. Si acaso lo más importante, con la
resistencia en popa al más fuerte bloqueo económico conocido ¿Quién
puede señalar a su pueblo de débil?
Fidel, sin
justificativos, ha sido un hombre de sus tiempos, que ha sabido
cambiar de piel de acuerdo a las circunstancias, que se ha equivocado
y ha reconocido sus errores para transformar su destino, el destino
de su pueblo, porque -al decir de la poeta Carilda Oliver- nombrar a
toda Cuba es nombrar a Fidel.
Con mis hijas fuimos a
dejarle flores allí donde se mantiene con la frente en alto, en las
puertas del Centro de Diagnóstico Integral, lugar en el que nos
hemos encontrado con el contingente de médicos cubanos dispuestos a
la sanación.
“¡Qué barbaridad!”
escuchamos de la boca de una de las venezolanas beneficiadas durante
esa mañana. Qué barbaridad. No pude decirle nada. La busqué como
se busca a un gusano, aguzando los ojos para determinar su presencia,
pero fue imposible dar con su tamaño, su voz era el lugar del dolor
y nosotros caminábamos por el lugar del agradecimiento.