martes, 29 de noviembre de 2016

Gastronauta 100: Fidel es el lugar


No me gustan los gusanos. Pero son necesarios. Más bien, alguna clase de gusanos. Están los que descomponen de la muerte la materia viva. Los que se comen los cadáveres para que de su mierda se alimente el mundo. Hay los que no terminan por ser serpientes y algunos son más bien oxiuros, les encanta lamer el culo. No me gustan esos gusanos.
Aunque muchos se transformen en mariposa. No me gustan en su estado larvario, cuando su risa no rompe la crisálida, cuando miran desde su orilla la isla y escupen el mar, envenenan la luna, se burlan de la marea. No me gustan esos gusanos que se prometen alas para derribar aviones, que a cambio maldicen el sol y se cagan en el nido que les dio la carne de donde nace el viento.
No me gusta ese gusano que lo mismo sabe de la lotería que no sabe de historia, que prefiere vender su lengua a lamer de los labios internos de la flor. No me gustan los gusanos. Los que se burlan de la muerte sin haberla procurado, los gusanos, una masa de miedo sin ojos.

Pero, los gusanos son necesarios porque sino el fondo carecería de forma y no sería idea, porque es bello el caos que antecede el rayo ¿cuántas veces puede nacer un gusano? ¿cómo barrer la cresa que forma la nata, que oxida la palabra país? ¿cómo no convertirse en gusano? ¿por qué tenemos que arrastrarnos antes de ser mariposa?
El hambre hizo que una clase de gusanos nadaran, se hicieron de balsas y llegaron al otro lado de su cuerpo sobre un plástico marchito de libertad y de la libertad se comieron sus cuerpos y los vomitaron para nacer una y otra vez, la ola que los visita y los devuelve sobre la arena, sobre la idea de que pudieron abandonar el pedazo de tierra que se pelean como perros con sangre entre los dientes.
“El dolor necesita un lugar”, diría Duras. El lugar es el cuerpo, el cuerpo es una playa, la playa una boca, la boca del dolor que gime y da forma a las manos, los gusanos que se creen con manos, que agitan la voz y celebran victorias ajenas, las noticias falsas, el reposo de las almas.
Los gusanos, el enjambre, las preguntas que no hacen, la voz, el grito.
Hay una cría de gusanos en las fauces de las presas. Son el volumen de la nada, la certeza de estar en medio de fuerzas extranjeras, la carne del cañón, el lugar del dolor.
Gusano lo bautizó el gusano que ancló en su boca el imperio de la moneda, el deseo de tener que no muere y se transfigura en máscara diaria sin despintar, con todos los faroles en su sitio, rica y dolorosa como un ancla en el barro.
Sin Fidel los gusanos corren el riesgo de comerse a sí mismos.

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Fidel ha muerto, en su casa, con noventa años, tras seiscientos intentos de asesinato, después de atestiguar y ser parte importante de la historia del siglo XX.
En su estela un legado de solidaridad con los pueblos, el trabajo de los cubanos a cambio de la dignidad, un país sin desnutrición infantil, con casi cien por ciento de sus niños escolarizados, con más médicos por habitantes que cualquier país del mundo. Si acaso lo más importante, con la resistencia en popa al más fuerte bloqueo económico conocido ¿Quién puede señalar a su pueblo de débil?
Fidel, sin justificativos, ha sido un hombre de sus tiempos, que ha sabido cambiar de piel de acuerdo a las circunstancias, que se ha equivocado y ha reconocido sus errores para transformar su destino, el destino de su pueblo, porque -al decir de la poeta Carilda Oliver- nombrar a toda Cuba es nombrar a Fidel.

Con mis hijas fuimos a dejarle flores allí donde se mantiene con la frente en alto, en las puertas del Centro de Diagnóstico Integral, lugar en el que nos hemos encontrado con el contingente de médicos cubanos dispuestos a la sanación.
“¡Qué barbaridad!” escuchamos de la boca de una de las venezolanas beneficiadas durante esa mañana. Qué barbaridad. No pude decirle nada. La busqué como se busca a un gusano, aguzando los ojos para determinar su presencia, pero fue imposible dar con su tamaño, su voz era el lugar del dolor y nosotros caminábamos por el lugar del agradecimiento.

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