A Clarissa Pinkola
Estés, gracias.
“Por la noche, los maizales crujían
y hablaban en voz alta”. A su abuela le gustaba callar para oírlo.
Durante esa luna juntó los huesos cerca del fuego. Tiró sobre la
chispa unos cuantos pelos de loba. Cerró los ojos y se adentró a la
montaña. Un rayo clareó sobre sus cabezas. Pronunció palabra y el
sonido se hizo canto, y el canto danza.
Como en La Grieta, se enfiló una tras
otra la ola para fecundar el vientre de la hija. Sería así su
abuela responsable de dar oscilación a sus piernas, de hilar los
huesos, huesera. Los siete océanos se reunieron para levantar la
escultura blanca, y se retiraron para que brotara la carne, como
antes, como siempre.
Nació Clarissa.
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A Clara, le gusta oler el rosario
después de que su mamá vieja lo cuenta pepita por pepita. Desgrana
sus oraciones a la virgen negra. Guadalupe, la madre. Por eso, cuando
se caía, sentía la perdía de su negra bonita, se des-madraba.
En su boca le borbotean larvas
queriendo volar como mariposas. Pero sobre todo, le gustar escuchar.
Su abuela la sienta sobre la mesa de la cocina. Ella cierra los ojos.
Y siente cómo el filo desmiembra la concha de la pulpa. Imagina cómo
las venas del laurel empalmaron las hojas. Se pregunta cómo el sol
pudo adentrarse en el huevo sin romper la cáscara. Entreabre los
ojos, para descubrirse los dedos de los pies “como hileras de maíz
dulce”. Se angustia ¿su piel alimentará a otros?
***
Hubo el día en que un río visito el
torrente que era y, río bajo río, corrió a la desembocadura, con
sus manos bautizadas en sangre. El cielo de sus ojos se multiplicó,
y era una noche estrellada. Su pelaje se erizó y batió la cola como
la menea el silvestre ritmo de su manada. Quiso gritar y en el
aullido devolvió la semilla al árbol, luna.
Se convertiría en un frondoso matorral
y sus raíces beberían del mismo pozo que otras ramas.
Pronto se darían cuenta de que la
incursión de su lengua en el agua común, dibuja círculos
concéntricos que hacían temblar el espacio ajeno.
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Ella aprendió el fino arte de devolver
de la guerra a los imbéciles. Pero en cada bocado, Clara se
consumía. Pasó de ser una mujer robusta a un silbido de ánima. Era
como si su cabeza estuviera atada con una bolsa negra. Olía a sabina
quemada. Dejó de escuchar a su vieja latir en sus manos. Y se supo
muerta. Abrazó su sombra y comprendió así la necesidad de que la
muerte llegue a los moribundos.
Sólo sentándose alrededor del fuego,
entre piedras hirvientes pudo abrazar nuevamente el aliento. Le ha
costado respirar, pero finalmente supo que no tenía que aprender a
hacerlo. La mujer de las algas, aquella de sus noches en el lago,
hizo arder el nopal que apretaba en candela a la roca.
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