Esta mañana, Noah llegó a mí y me mostró unas
semillas de vainita. “Mira tía, voy a sembrarlas”.
La noche anterior armamos unas bolas de tierra negra
y arcilla con pepitas de quinchoncho, frijol, albahaca, brusca, pimentón y pira:
Bombas de semilla para combatir el cemento. Cada que sembramos, los niños nos
hacen círculo y participan en la jornada. Al final lo hacemos para ellos,
nuestros frutos, nuestra Guerrilla verde.
Hacía luna llena y en el patio de la casa, Vivian,
la mayor de las sobrinas emprendía las tareas que la escuela le encomendó para
el día siguiente. A su lado Apolonia, Noah y Amelia se embarraban las manos. A
Habibi, como le llama la Pola, le brillaban las pupilas y picaban las manos por
participar. Con su mami concertamos una pausa y pudo la niña cambiar de mundo
por un instante.
Le pregunté mientras tanto a Maruja, que cuál creía
ella que era mejor método de enseñanza. Sin dudarlo convinimos en la siembra.
Pero cómo escapamos de la formalidad que supone la opresión de la educación
disfrazada.
He leído algo en lo que coincido plenamente. No ha
habido mejor método de sumisión de tanta gente, durante tanto, que la invención
de la Escuela. Nos hicieron creer que sin ella somos nadie, y bajo sus reglas
sometemos sin dudar a la mayoría de los seres que habitamos el tiempo. La
tecnificación de las labores ha alejado al hombre y a la mujer de sí, creyendo
que la naturaleza y sus cuerpos son dos cosas separadas, y asumiéndose
inferiores y necesitados de superar al otro, para ser alguien, para ser amos.
Dice John Taylor Gatto, en El Salón de los espejos:
La
colonización por parte de extraños de la vida privada de los niños mediante
una escolarización forzada es una tarea tan intrínsecamente pornográfica que
ninguna nación había conseguido en el pasado doblegar a la población bajo semejante
yugo; es decir, no antes de que, durante las dos primeras décadas del siglo
XIX, lo lograra Prusia en Alemania, alegando la necesidad militar nacional y
valiéndose del ejército y de la policía para hacer redadas entre los
disidentes. Pero el verdadero catalizador que accionó la trampa de la escuela
fue la valoración terriblemente negativa acerca del pueblo llano que hizo el
filósofo prusiano más destacado, John Fichte –quien, a su vez, sólo se
estaba haciendo eco de juicios negativos similares emitidos por Spinoza en
Holanda, Calvino en Ginebra, Platón en Atenas y otros muchos.
A mediados del siglo XIX, el mundo de la ciencia lo aceptó. El origen de las
especies de Darwin (1859) coincidía totalmente con esta funesta opinión
acerca de la humanidad común y corriente, cuando hablaba de estirpes
“favorecidas” y “desfavorecidas”. En su obra La descendencia del hombre, Darwin
arrojó el guante de lo que más adelante se llamaría “determinismo genético”
–dictaminando que la gran mayoría de la raza humana era biológicamente
inferior--. Su primo segundo, el famoso “hombre renacentista” Francis Galton,
exigía barreras de protección para proteger la estirpe de buena crianza. La
educación institucionalizada tenía que hacer el trabajo de pico y pala preliminar,
separando las estirpes y condicionando a las inferiores a aceptar órdenes.