Homeaje a Carpentier.
El paseo de la mañana lo llevó -en una silla de metal con ruedas- contra la pared de la cochera. No detuvo el choque. Hace rato sus movimientos eran independientes a sus deseos. Y no le importaba. Muy probablemente él había provocado el estallido. Cómo. No lo sabemos aun.
El camino al muro de cemento, comido por la parchita,
le recordó su paso antiguo por el desierto, cuando detrás de la
enredadera de la auyama se encontró con las arrugas de su abuela.
Aquella semilla la plantó junto a ella, antes de pisar la pubertad.
Antes de estallar sus lentes, apretó los ojos y el amaranto que crecía en la vieja chimenea hizo lo propio con sus tablones, empuñó.
Supo cuando las ventanas explotaron porque el vidrio de sus lentes penetró hasta la lágrima.
Permanecería allí y la parchita empezaba a gustar de sus pieles.
Antes de estallar sus lentes, apretó los ojos y el amaranto que crecía en la vieja chimenea hizo lo propio con sus tablones, empuñó.
Supo cuando las ventanas explotaron porque el vidrio de sus lentes penetró hasta la lágrima.
Permanecería allí y la parchita empezaba a gustar de sus pieles.
Hace un largo tiempo había sido abandonado por la vida.
Iniciaba así su vuelta a la semilla.
La olió. Todavía podía aspirarla en las flores, a ella. La inventariaba: piel suave, tibia, con pequeñas manchitas que despedían un aroma de luna en la que todo crece. Sonrojada en las curvas de sus pétalos, ella partió con el rocío de otras mañanas, a derramar el polen en tierras ajenas.
El caracol que era él, secó pronto y descascaró su concha.
Trató en vano de alojar huéspedes, en aquel viejo caserón. Al principio anunció alquileres muy económicos. Pero, nadie llegó.
Las habitaciones desnudaron su espíritu y su espiral de cal cayó del árbol intrometido, tratando de atestiguar aquella muerte.
También envió cartas invitando a la visita. Pero su letra había sido olvidada.
El cóncavo comprimido amarillo y negro de una parchita guindaba sobre su hombro derecho. Estaba seco. Aun se sentía el dulceamargo que una vez lo habitó.
Cuando se fue de su madre, su boca era capaz de armar y desarmar universos. La teta le enseño a mover los labios: Su llave para abrir todas las puertas. Su padre murió una semana antes de que aprendiera a decir "papá". Flautista de la palabra, como rata se volvió contra él. Afilada, apuñalaba cada que hablaba, escribía, respiraba.
Retorció el capitel de la puerta principal. El chirrido espantó la cucaracha en la enredadera que trepaba por su entrepiernas.
Una vez dio un traspié huyendo de una cucaracha voladora. Fue a parar a la madriguera de algún animal. Su abuela lo subió. Y lo puso sobre sus piernas. Lo meció hasta que se durmió.
Soñó con los fogones de su casa. Ardían y no ablandaban las caraotas. Le dijeron que si dejaba en la olla en cocción una cuchara, pronto los granos serían comestibles. Fue así como echó el refrigerador, las alacenas, las calderas y la propia cocina.
De aquel desmán una caraota fue a germinarle en la nariz. Más verde que sus pálidos mocos creció una ramita torcida cuya punta abría en hoja.
Cuando la parchita llegó hasta el pecho, su corazón redujo la cabalgata. El bledo avanzaba desmesurado sobre las montañas de palabras apiladas en las esquinas de la sala. Sus pistilos de semillas erectos eyacularon sobre el sofá estilo monarca, en el que nadie se sentaba, al que nadie ya admiraba.
Sentía sed. Los grifos del baño contiguo a la sala manaban agua que la yerba bebía.
Un pájaro que no llegaba a reconocer aleteó sobre sus canas. Picó un poco y partió al rato.
Las cenizas de lo que alguna vez ardió en su cuerpo, todavía servían de alimento para volar.
Las alas de él, paralizadas, se confundían con el ramaje que envolvía todo lo que se yergue.
El cuello. Cuando la enramada llegó a sostener entremanos la
osamenta de su cuello, levantó la quijada. Hacían muchas vueltas al
sol que escondía la mirada. De una amargura añeja, era incapaz de
saludar. Apagó los espejos, cortina mediante. Y oscureció los
pasillos para ni siquiera tener que encontrarse consigo.
De costumbre, su madre sostenía la punta de sus dedos de un
extremo a otro, mentón arriba le guiaba cada mañana en el ejercicio
diario de sanar con la respiración.
No quería inhalar y la espesura le ayudaba. La sed le cortaba la
garganta. Y no había ya saliva para tragar. Cuando no sintió más
dolor, comprendió que se hacía parte del follaje.
El día que enterró a su madre, la meció un rato sobre sí en la
hamaca del zaguán, antes de velarla. No estuvo en el resuello. Lo
esperaron y llegó antes de que le avisaran. Su madre le sopló la
noticia. Desde entonces, como los mejores vinos, guarda en la bodega
de su cuerpo el desconsuelo de la orfandad. Hizo amarrar de su
quijada un mechón de los cabellos de su madre. Lo ataría a cada
camisa que vistiese como señal de luto. No quiso volver a alzar los
ojos, el patrimonio materno, su canción de cuna.
La sembraron en el patio. Allí creció la parchita y el cigarrón
que antes le sisearía el deceso de su madre. Terminado el ritual, la
misma semilla llevó al huerto de su hogar. Plantó con desespero y
espero que creciera y volviera el abrazo, la teta, la mecedora.
Antes de que la trepadora le estrujara el cráneo, pudo enterarse
de que lo rondaba el zumbido de la reproducción. Hacía luna
creciente. Podía repetir la flor.
Llevó las piernas al pecho. Sus brazos a la posición de rezo.
Volvió a encorvar su columna. Su cabeza se miró el corazón.
Buscaba a su madre. Y la encontró en el vientre de la tierra.
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