miércoles, 8 de octubre de 2014

Gastronauta 9: Bombas de semilla



Esta mañana, Noah llegó a mí y me mostró unas semillas de vainita. “Mira tía, voy a sembrarlas”.
La noche anterior armamos unas bolas de tierra negra y arcilla con pepitas de quinchoncho, frijol, albahaca, brusca, pimentón y pira: Bombas de semilla para combatir el cemento. Cada que sembramos, los niños nos hacen círculo y participan en la jornada. Al final lo hacemos para ellos, nuestros frutos, nuestra Guerrilla verde.
Hacía luna llena y en el patio de la casa, Vivian, la mayor de las sobrinas emprendía las tareas que la escuela le encomendó para el día siguiente. A su lado Apolonia, Noah y Amelia se embarraban las manos. A Habibi, como le llama la Pola, le brillaban las pupilas y picaban las manos por participar. Con su mami concertamos una pausa y pudo la niña cambiar de mundo por un instante.
Le pregunté mientras tanto a Maruja, que cuál creía ella que era mejor método de enseñanza. Sin dudarlo convinimos en la siembra. Pero cómo escapamos de la formalidad que supone la opresión de la educación disfrazada.
He leído algo en lo que coincido plenamente. No ha habido mejor método de sumisión de tanta gente, durante tanto, que la invención de la Escuela. Nos hicieron creer que sin ella somos nadie, y bajo sus reglas sometemos sin dudar a la mayoría de los seres que habitamos el tiempo. La tecnificación de las labores ha alejado al hombre y a la mujer de sí, creyendo que la naturaleza y sus cuerpos son dos cosas separadas, y asumiéndose inferiores y necesitados de superar al otro, para ser alguien, para ser amos.

Dice John Taylor Gatto, en El Salón de los espejos:

La colonización por parte de extraños de la vida privada de los niños mediante una escolarización forzada es una tarea tan intrínsecamente pornográfica que ninguna nación había conseguido en el pasado doblegar a la población bajo semejante yugo; es decir, no antes de que, durante las dos primeras décadas del siglo XIX, lo lograra Prusia en Alemania, alegando la necesidad militar nacional y valiéndose del ejército y de la policía para hacer redadas entre los disidentes. Pero el verdadero catalizador que accionó la trampa de la escuela fue la valoración terriblemente negativa acerca del pueblo llano que hizo el filósofo prusiano más destacado, John Fichte –quien, a su vez, sólo se estaba haciendo eco de juicios negativos similares emitidos por Spinoza en Holanda, Calvino en Ginebra, Platón en Atenas y otros muchos.
A mediados del siglo XIX, el mundo de la ciencia lo aceptó. El origen de las especies de Darwin (1859) coincidía totalmente con esta funesta opinión acerca de la humanidad común y corriente, cuando hablaba de estirpes “favorecidas” y “desfavorecidas”. En su obra La descendencia del hombre, Darwin arrojó el guante de lo que más adelante se llamaría “determinismo genético” –dictaminando que la gran mayoría de la raza humana era biológicamente inferior--. Su primo segundo, el famoso “hombre renacentista” Francis Galton, exigía barreras de protección para proteger la estirpe de buena crianza. La educación institucionalizada tenía que hacer el trabajo de pico y pala preliminar, separando las estirpes y condicionando a las inferiores a aceptar órdenes.

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Recuerdo que leí muy temprano, a los cuatro años. Mamá es maestra y supuso un acelere en esa etapa de aprendizaje para mí. A pesar de ello, los primeros grados fueron complicados. Yo prefería rodar por la montaña enfrente del salón (de la jaula) y como llegaba sucia del recreo, las maestras se quejaban con mi madre. Algo parecido ocurría con mi hermano mayor, Henrito.
Nos costó trabajo entender que la educación consistía en seguir la corriente, y que para los salmones como nosotros eso se traducía en heridas de guerra. A Henrito: Su cita perenne en la dirección de cada plantel que visitábamos.
Para mí fue un poco menos traumático. Procesé rápido: “Cumple con los deberes. Es excelente estudiante. Pero tiene problemas de conducta”, rezaban las boletas que llegaban a manos de mis padres. Era mi talismán. No podían expulsar a la mejor estudiante de la escuela, así retara a los profesores, o me guindara por los moños con esta o aquel.
Para mí era la gloria llegar a casa, descalzar los atavíos de la institucionalidad e irme a armar casas con hojas, palos, tierra, piedras, y cuanto perol consiguiese con mis primas Gabriela y Marielbyz. Ellas mientras mordían las patas de las Barbies que mi mamá hacía un esfuerzo (en vano) para comprarme.
También aprendía a charrasquear el cuatro con mi padrino Manuel, de vez en cuando Joseito me enseñaba a deslizar el óleo, o con Jesús “Coleto”, Eduardo (mi hermano menor) y yo, sembrábamos el huertico contiguo a la casa.
Era un castigo cuando me preguntaban por las tareas. Mamá y papá trabajaban tododía todoeldía, por lo tanto nosotros debíamos la mayor de las veces hacerlo todo solos y hacerlo bien. Cuestión de que cuando llegasen, no tuvieran que lidiar también ellos con la opresión de la escuela.
Cuando tenía que estudiar, sólo leía y retenía: Sabía lo que cada carcelero quería que le vomitara en sus exámenes. Lo hacía. Salía de eso y continuaba la fascinación de llegar y cultivar de la abuela sus cuentos. Luego supe que lo que hacía le llamamos cimarroneo, forma con la cual la afrodescendencia hacía creer al dominador que se la estaba comiendo, mientras armaba sus cumbes libertarias.
Mi Birongo se armó en mi cuerpo: Nunca han podido doblegar el muro de barro con el que resguardo mi corazón del smog ajeno.

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Lo mismo hago hoy con mis enanos. Les ayudo a salir de eso, y paralelamente les hundo sus manitas en el barro.
Las bombas verdes son una forma de resistencia pacífica contra la desnaturalización del cuerpo más grande que habitamos.
Que Noah llegue con sus cortos tres años y me muestre las semillas que él quiere sembrar para después comérselas, es uno de esos pequeños triunfos cotidianos, una bomba que explota de vida en la misma cara de mi historia y la de este mundo infesto de mansedumbre.

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Finalmente, me cago en Darwin y su teoría de la competencia, base para la formación de cada jaula que retiene el espíritu. Exalto la Cooperación de Bakunín, según la cual, las especies más fuertes son aquellas que se ayudan unas a otras.
Sin embargo, no dudo en ponerme de lado de la invasión verde por sobre el avance del concreto, convierto en soldados a mis guerrilleritos y les enseño a revolcarse montaña abajo. A ser la bomba misma.


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