Mi bisabuela fue muerta en la Primera Guerra
Mundial. Según contó mi abuelo, fue hallado sobre el cuerpo descocido de su
madre, pegado a su teta.
Un siglo se ha deshilado desde que el abuelo mAMÓ
hasta que mi hija hizo callo mis pezones. A mí me parecieron cien años los seis
meses en carne viva, pero lo hice. La fuerza
ancestral para lograrlo me trascendía.
Antes y ahora, de un suspiro se acabó el dolor y solo
quedó el placer de la comunión en nuestras historias. La trenza del vientre de
la nona al de Apolonia es un puente de savia que resiste la muerte.
Mi Vesubio ha sepultado ciudades y me devuelve en
cada emanación a la tierra, tendida, acariciando hasta el último soplo la
cabeza de mi abuelo.
Sólo tengo que cerrar los ojos y desconectar el
intelecto para viajar a la vieja bota, entre detonaciones y una canción de cuna
en italiano. Producir el alimento con el que nutres cuerpo y alma de un pedazo
de ti es comparable a la meditación. Dice Laura
Gutman:
La lactancia es manifestación pura de nuestros aspectos más terrenales y
salvajes que responden a la memoria
filogenética de nuestra especie. Para dar de mamar sólo necesitamos pasar casi
todo el tiempo desnudas, sin largar a nuestra cría, inmersas en un tiempo fuera del tiempo, sin intelecto ni
elaboración de pensamientos, sin necesidad de defenderse de nada ni de nadie,
sino solamente sumergidas en un espacio imaginario e invisible para los demás.
Eso es dar de
mamar. Es dejar aflorar nuestros rincones ancestralemente olvidados o negados,
nuestros instintos animales que surgen sin imaginar que anidaban en nuestro
interior. Es dejarse llevar por la sorpresa de vernos lamer a nuestros bebés,
de oler la frescura de su sangre, de chorrear entre un cuerpo y otro, de convertirse
en cuerpo y fluidos danzantes.
La teta es quizá la única forma, después del puje en
el parto, de reconectarnos con nuestra animalidad, con nuestra naturaleza y su esencia
creadora. Aún más para la mujer en la ciudad. Negarla es parte del plástico en
que hemos transformado el paso por esta vida.
Sé de historias de madres que desisten, de algunas
que optan por sacarse la leche y darla en teteros, por diferentes razones,
incluso de alguna que aun teniendo la criatura cerca del nido encomienda el
alimento al padre. No las juzgo. No me atrevo. Cada una según su memoria.
Los más crepitantes dolores no son los físicos.
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Para Gutman una tiene que volverse un poco loca para
maternar. Pero me digo como el papá de Alicia solía recordarle, sólo los buenos
estamos un poco locos. Y sí, doblen el cóctel, por favor.
Es que estoy embarazada nuevamente, y sigo amamantando,
panza mediante. Muchos han sido las cucharas en este caldo: “Que si se descalcifica
el que viene”. “Que si pierdes fuerzas”. “Que si eres así, que quítasela, que
esto, que aquello”.
No seré ni la primera, ni la última en hacerlo. Mi
madre lo hizo conmigo y con mi hermano menor, no veo por qué no pueda heredarla.
Y aunque lluevan críticas, miradas lascivas, y
alguno me proponga el pañito con el que se seca el sudor para taparme (tómese
un momento para superar la náusea), me descubro la teta como acto de amor y no
uso paraguas ¡Que zafia!
En el país de los implantes de silicón es una
grosería amamantar. Recientemente un comercial televisado sobre “la
venezolanidad” se niega a decirla… “Arepita de manteca para mamá que… ¡JUM! bueno ya saben”. Que da la TETA,
pacatos, hipócritas. Que al terminar la publicidad ésta, comienza otra en la
que abusan de (literalmente) bustos tiesos por el plástico.
Para la modernidad es una vulgaridad la teta que
amamanta, la sangre que menstruamos y no el pecho desnudo apuñalado por la
guerra.
Ojalá que la postal de mi vida y la de mis ancestros
sólo fuera nuestra. Pero no. La historia se repite y el fusil que apunta no
sólo es de hierro, sino y también la metralla social contra nuestra raíz, es el
dedo en la herida que trata de detener la sangre… blanca, mientras lo hunde en
el volcán de la roja.
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Mi bisa María no es una santa pagana. Ni perseguía
soldado alguno, pero sus tetas sí que pudieron inundar el desierto de la
guerra. La corriente de su río llega a mis dos semillas. En su honor mi fuerza,
nuestro patrimonio germina.
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