miércoles, 12 de marzo de 2014

Venezuela en minúsculas


I
Entré a una marisquería en Sabana Grande a cambiarle el pañal de Pola.
En el baño estaban la señora que asea, y dos mujeres más: las tres de más de 60 años.

Como es costumbre, hablaban de la “situación del país”. Las sexagenarias discutían sobre la violencia, pero sólo las dos comensales se asumían orgullosamente opositoras al gobierno.
En la refriega, rápidamente se alzaron la voz, hasta gritarse y ofrecerse golpes porque “la violencia opositora es infiltrada”, decía una, y la otra reconocía que de su lado también se cometían excesos.

En medio de los rugidos, Pola pasó de la intranquilidad habitual, al miedo y al llanto. Les pedí -con respeto- que bajaran la voz, porque la niña estaba atemorizada. Me vieron con odio. Una, muy a su pesar enmudeció. La otra me enfrentó:

-¿Por qué me voy a callar, chica? Yo digo lo que me de la gana... Me sabe a mierda que tengas un bebé ¿Acaso yo no lucho por tu hijo también? ¡Malditas chavistas!..
Y continuó su parafernalia de insultos, mientras marchaba a la puerta.

La señora del aseo y yo continuamos limpiando la mierda. “Esa gente en sí misma es una guarimba. Se autosecuestran, se escupen y se matan solitas”, me dijo la abuela.


II
Voy con mi niña a comprar un medicamento a la farmacia. Cuando llego, hago la fila para tomar el número para que me atiendan. Delante de mí, dos abuelos. Detrás, veo por el rabo del ojo a una señora uniformada para la marcha opositora: vestida de blanco, gorra tricolor, sin logotipo del 4F, vuvuzela de collar, pito, flores hawaianas de plástico. Enseguida me lleva por delante para tomar el número antes que yo, incluso tropieza al viejito de adelante. Tiene la aptitud de una persona nerviosa. La dejo que tome el ticket y le digo que tenga cuidado, que hay un orden de llegada que respetar. Me ve, respira afanosamente, como si me fuera a agredir. En su rápido chequeo, nota que llevo a Pola en el fular, al pecho. Y desde muy cerca, me ofrece disculpas. Me dice:
-No vi que tuvieras un bebé.
“Qué considerada”, pensé.



III
¿Quién piensa en los niños? ¿Por qué tengo que explicarle a las niñas que me rodean que aquel, o aquella tiene derecho a pensar y expresar sus ideas, ante su arrebato de gritarles cada vez que no están de acuerdo?
He visto a niños en diferentes trancas con banderas que simulan un derrame de sangre, que en vez de estrellas tienen tiros ¿Por qué un niño debe portar tan terrible símbolo sobre su corta humanidad?
Cerca de las últimas presidenciales, en un colegio capitalino, las niñas y niños de Capriles dejaron de hablarle a los de Chávez, y viceversa ¿Quién les enseña a odiar?
Cada vez que llegaba a casa de mis sobrinas, la mayor, de cinco años entonces, me preguntaba ¿Por quién iba a votar? Y si no le convenía la respuesta, porque cambiaba su preferencia según corría el viento, entonces me reprochaba mi elección ¿Estamos prefigurando otra generación de autómatas?
¿Cuál es la libertad que queremos para nuestras semillas? ¿Las de regarles nuestro peor pesticida y esperar que den frutos sin veneno?
Si los oprimidos somos más, no me funciona aquella fórmula que Juan José Arreola le dibujara a Cabral: “Nosotros, que somos buenas gentes, vamos a tener que tener muchos hijos para que los malos no nos sigan ganando las elecciones”.
Algo no estamos haciendo bien.


IV
Justificar la muerte es deplorar la vida ¿Cómo se le explica a un niño, a una niña, que está bien matar cuando a quien se asesina sólo cometió el error de tener una moto y “pasar” por la guaya que se dispuso para tal objetivo?

Mientras esperábamos para ver a la pediatra, una madre y un padre explicaban a la secretaria cómo los colectivos son el brazo armado de este gobierno castro-chavista, cómo “la cosa” no puede seguir así, que como ya no escuchan está bien “hacer algo”, que quién en su sano juicio monta una empresa para que se la roben, que cómo cria uno a un hijo para que te lo ideologicen. Ellos hablaban y hablaban y su pequeño los veía con cara de pregunta, recibiendo aquella sábana de lugares comúnes.
La secretaria asentía todo, incluso llegó a quejarse de hacer la cola para conseguir alimentos. “Imagínate, el aceite es oro”, remarcaba en su discurso cada tanto, como si aquella premisa era cierta.

Yo, le cantaba a Pola canciones para que no recibiera aquella descarga de rabia. Pero de vez en cuando miraba al bebecito suplicarle teta a la madre. Me imaginé dándole teta, labor a la que me dedicó cuando puedo y cuando no, ser madre de teta; pero ni me atreví a interrumpirlos.
Eso sí, cada vez más mi cuerpo rechaza este tipo de circunstancias, me empieza a dar calor, a picar los pies, a dar un nosequé, que me exige que me vaya, que me aparte, que cante, que baile, que respire y los comprenda, pero que no los pelee. Esa contradicción me da alergia.
Al fin les tocó entrar. El señor casi no entra, explicándole a la asistente por qué es mejor ser aliado de EEUU, que de Cuba. Pero entró. Todos respiramos.

Unos minutos después, la secretaria vuelve a nosotras su atención y le tararea Patria querida, marcha militar convertida en himno chavista, a Pola. Me vuelve la piquiña.


1 comentario:

  1. me encanta leerte, gracias a un amigo venezolano te encotré. felicidades

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