Dicen que mucho no se puede contar
sobre la mesa de Bolívar. Su paladar mantuano fue una mezcla de los
gustos heredados de los europeos, la servidumbre africana e indígena.
El Libertador amó el picante, la
pimienta, la sazón, aunque Perú de Lacroix lo describiera como un
aburrido:
“El Libertador come de preferencia la arepa de maíz al mejor pan; come más legumbres que carne: casi nunca prueba los dulces, pero sí las frutas”.
En el Diario de Bucaramanga, el francés
anotaría que de los caldos europeos, el vino era de preferencia del
caraqueño:
“Después de mediodía el Liebrtador estaba ya contento y en la comida se habían disipado todas las nubes melancólicas de su espíritu. Hizo durante ella el elogio del vino, diciendo que es de las producciones de la naturaleza más útil para el hombre: que tomado con moderación fortifica el estómago y toda la máquina: que es un néctar sabroso y que su primera virtud es la de alegrar al hombre, aliviar sus penas y aumentar su valor (...) Pero, contraste notable, (...) tomó poco vino, depués de haber hablado de sus virtudes”.
El general prefería degustar otros
fluidos.
En mi pueblo corre el rumor de que si
una mujer lava su vagina con el agua que dá de tomar a su amante,
éste no la abandona nunca y se convierte en el más caliente de sus
comensales.
Mucho no se sabe de la lengua de Simón,
pero sus carnes alguna vez fueron a parar en el “ocelote” que se
convirtió Manuela, al conseguir un arete de otra, en su cama:
... “me arañó el rostro y el pecho, me mordió fieramente las orejas y el pecho, y casi me mutila”, contó su Excelencia a su edecán.
La Caballeresa del sol no nació en
Charallave, quizá no supo la receta, pero se convirtió en el mejor
plato y Bolívar se la comió con las manos. Seguro también la
bebió. En la mesa de Bolívar: Manuela.
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