El futuro es un lugar
de paso. Era sábado en la mañana y la alacena abría sus alas como
un pájaro hueco. Salimos sin comer, como si pudiéramos hacer la
gracia ésa de intentarlo afuera.
Me sorprendí a mí
misma comprando un campesino, que hace un par de meses me costaba
cien Bolívares, en quinientos. En principio, lo compré sin chistar.
No me alcanzó para rellenarlo con nada más y éramos cinco
personas, así que el gusto duró menos que poco, pero el pan se
vuelve arena sino se comparte.
Avanzamos en el camino
y paramos en otra panadería, reunimos seiscientas puyas y las
cambiamos por uno de guayaba. Ésta vez preguntamos por qué ya no
hacían canillas (baguette), un pan largo y finito, el más
económico, y nos respondieron que no tenían harina de trigo.
Entonces, miré cómo
baleaban mi bandera blanca.
La contrapregunta era
obvia ¿con qué hicieron los otros panes, el de queso, el de
guayaba, el de coco, los bollos dulces, los de leche? Pero, nos
miramos otro comensal y yo y nos cagamos de risa en la cara del dueño
del pequeño comercio. El hombre tuvo las santas bolas de molestarse.
La más honesta expresión debió ser que los otros panes no
regulados le proporcionaban las ganancias que la canilla no.
Y menos mal que en
Venezuela nos reímos, porque al ritmo caníbal de los precios
hubiésemos acabado en una masacre.
Por ello, al caminar de
regreso, pensé en voz alta: que, debido a los costos estratosféricos
y la falta de pan, el pueblo aupó y celebró el filo de guillotinas,
durante la explosión de la Revolución francesa. “¡Cuántas
cabezas rodaron!”, volteé. El hombre despachaba. Ya ni me miraba.