martes, 10 de mayo de 2016

Gastronauta 84: Naturaleza muerta


El padre se enamoró de una prostituta, a la que convertiría en la madre.
Se la llevó de ése pueblo al suyo.
La preñó, y lo mismo que empezó a crecer la barriga, el hombre se tiró a un charco de alcohol y coca.
El segundo de los hijos llegaría por violación, también la tercera.
Justo después de la niña, la madre se largó.
Dejó los tres hijos y un viejo catre.
La abuela se encargaría de aquello, como pudiera.

Cuando el más grande creció, abandonó la escuela y se dedicó a vender las empanadas a las que daba forma la vieja. Lo mismo hizo el nieto del medio, y después de un tiempo de estudios, la niña prefirió ir descalza de puerta en puerta, para ofrecer las medialunas de maíz.

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Su piel era del color del trigo, lo mismo que los rollitos del cabello. La camisa le descubría el ombligo, la panza era la pieza preferida de los parásitos, lo que le valió el mote de “el gordo”, aunque era más bien un mecatillo con un nudo en medio; un pantalón caqui, sobre los tobillos “brincapozos”, y un par de chancletas petroleras, a las que se les partía la lengua delantera.
Era el que corría más rápido, el que se lanzaba primero a las lagunas en las que se habían perdido varios en el barrio. Y a su vez era el más silencioso, una vez reposaba su mirada sobre algo, ése algo caía, ronco, herido, marcado.


No había alcanzado los quince años cuando un primo, recién salido de la cárcel, le adiestró para robarse las pastillas de la tía Maritza. Con ello empezó a escapar del hambre. Siendo el mayor, prefería dar el plato de comida a sus hermanos.
Una tarde de sus dieciséis, juntó a otros adolescentes del barrio y robaron un camión que transportaba chucherías. Se sentaron bajo el mango a comerlas hasta la indigestión. Él, vendió buena parte del botín a Carlos, el de la bodega.
La abuela lo vio venir, pero no pudo contener el paso del agua, era la boca de un río que se tragaba sus orillas.

Después del primer robo, desapareció.
Dos años pasaron, y la esperaba al salir del liceo. Estaba en las ramas del aŕbol de mamón, de blue jean y chemise roja, sin zapatos. Le dijo que había estado en el Llano, y que ya no era más pobre. Que tenía dinero para que huyeran juntos, y que ella lo salvaría. La acompañó hasta las escaleras que conducían a su casa. Ella era su prima, ella tenía quince, ella tenía miedo.
Cuando estuvo en el Llano, fue a un bar. Una mujer se le encimó y le ofreció llevarlo al cuarto de enfrente. Él accedió. En la cama, le preguntó si no lo reconocía. Era su madre.
Él, solo lloraba con ella. A ella nada más podía contárselo. Con ella -pensaba él- podía salvarse. Pero ella le temía a los ríos. Siempre había visto las peñas en donde se lanzaban los muertos, marcadas con círculos rojos, talladas con los nombres de los hombres que se perdían del mundo. Así, que no quiso bañarse.
Él sintió más dolor que nunca, y volvió a irse lejos, aunque vivió a su lado para siempre.

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Poco a poco eliminaba a los hombres fuertes del barrio y se hacía con la plaza. Los dejaba tendidos en las cercas de sus casas, como una camisa a la que el viento desguaza y algún alambre oxidado retiene, una bandera que indicaba su paso de tormenta. Lamía la tierra de los caminos.
Del barrio se hizo con el pueblo. Y con los pueblos que circundaban el suyo. Armó una banda de hombres y mujeres. Ya no vendía empanadas.
Ella y él nunca más se hablaron. Aun así no hubo noche que él no esperara que ella llegase del teatro, luego de la Universidad, para poder recostar la cabeza. Para entonces, se había tatuado su nombre en el pecho.

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Una noche, ella llegaba del teatro y su padre la esperaba en la esquina anterior a la entrada que conducía a su casa. “Pasa rápido, rápido”, la apuraba. Olía a carne quemada, había carne quemada, ropas tiradas por todas partes.
Frente a su casa, dieron de baja a tres hombres de su clan, que se habían atrevido a traicionarlo. Ahí mismo los quemaron. Un poco más arriba, en la montaña, los enterraron. Y así descubrieron un método que tendría su nombre por todas partes.
El río descubría sus huesos.
Él, a la vez que se hacía de poder, se masticaba a sí mismo.
Iba de prostituta en prostituta, maldiciendo a su madre.
Compraba a policías, a abogados y jueces, a alcaldes.
No supo cómo irse, porque para él no estaba en sus manos salvarse.
A sus manos acudía gente necesitada y de sus manos se saciaban propios y extraños.
Seguía sin hablar mucho.

Una luna roja se bebió la sangre de su hermano. Y la ceguera le hizo de lazarillo hasta donde guardaba un ramillete de pólvora. Acabó con los hombres de una familia entera. A un par, los picó en pedacitos y se los comió delante de su madre.
Ése día sacó de paseo a Calabria, la tierra del abuelo, de donde mismo nace la Ndrangheta, la mafia que en sus inicios mandaba en una cesta la cabeza de sus enemigos a la casa materna.

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Jugaba al escondite con la muerte.
Ella, alguna vez le sirvió de guarida.
Estuvo cuando un camión de uniformados se bajó en la entrada que daba a sus casas.
Y detrás de ella, nadie lo vio. Oraba muy bajito, pedía que lo hicieran invisible. Y nadie parecía verlo. Nunca la tocó, pero estuvo muy cerca de ella, todo el tiempo. Estaba convencido de que ella era su redención.

Sus cauces se engrosaron y cada uno quiso ser río. Hubo el que faltó al pacto con los pacos, y se echó al pico a uno de los policías que lo protegían.
No pasarían muchas horas para que se lo cobraran.
Había llegado hasta ahí, huyendo al dolor de no sentir a nadie.

El día que lo mataron, lo dejaron desangrar con la cabeza colgando, como a un cerdo, para luego tenderlo en una camilla de hospital.
Dicen que tenía una granada en la boca, sin anilla.

Ésa noche antes de salir, él se había despojado de ella bajo el limoncillo.
Ella lo descubrió y le saltó en las manos el pedazo del pecho en donde había escrito su nombre: Indira.

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