domingo, 28 de febrero de 2016

Mujerícola 38: Bicho


Yo no era comunista a los cuatro años. Fui pobre. Y eso me ubica de un lado de la historia del que no quiero irme: prefiero esclavo, que verdugo.
Era febrero de mil novecientos ochenta y nueve.
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Mamá, limpiaba casas ajenas. Y con las manos con que recogía la mierda de extraños por la mañana, enseñaba a leer y a escribir por la tarde. El día le alcanzaba para criar a tres hijos y para estudiar.
Papá, recortaba el monte en solares vecinos los fines de semana, era chofer en una tabacalera en horario regular, y taxeaba en las noches. Además, levantaba las bases de nuestra casa.
Mientras, dormíamos los cinco en un cuartito hecho con paletas, sobre un colchón que se sostenía en cuatro bloques.
El copete de nuestra cama era la ventana de la casa vieja, donde nacía la nueva. La mañana del día dos de febrero de ese año, de ésa ventana nació un escorpión, que me supo camarada, me picó: mamá saltó en el pellizco y papá me llevó ligero a la medicatura. Lo que faltaba, una hija envenenada.
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Ya era rara: no comía carne (y menos mal, porque mamá no podía comprarla), me gustaba barrer el piso de tierra de la casa de la abuela y olerlo profundo cuando lo regaba, pronto me llamarían “bruja”, y ahora estaría envenenada.
Los demás insistían en que (y aunque en esto no era exclusiva) era pobre, la peor de las insignias. Yo, no me daba cuenta. Era tan delgada que mamá no hacía esfuerzo en cambiarme de ropa cada año. Tenía árboles de donde colgarme, para mecerme… yo, mi propia muñeca.
Y, aunque era rara, mi abuela me quería, y con eso yo tendría suficiente para sobrevivir y poder escribirlo.
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Descansaba la ponzoña el día después, cuando el alarido de mi padre me puso en pie de angustia. No entendía aquello: se había “pegado un cuadro”. Había ganado a los caballos. Dejábamos de ser pobre en un grito.
Papá nos brindó heladitos, pudo comprar unas cabillas y un saco de cemento. Pagó las deudas y selló la ventana de donde brotó el veneno. Listo, volvíamos a ser imperdonablemente pobres.
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Con Gabriela jugábamos escondidas a ser unas “pata en el suelo”. Escondidas, porque a mi mamá le daba miedo que me picara otro escorpión.
Entonces, yo pensaba que ser pobre era que te picara un bicho.
Unos días después, lo comprendí: miré en la televisión cómo los uniformados picaban al pueblo, en nombre del empresario, y del burócrata.
Me dije: ésos segurito no se pusieron zapatos.

 

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