Yo
no era comunista a los cuatro años. Fui pobre. Y eso me ubica de un
lado de la historia del que no quiero irme: prefiero esclavo, que
verdugo.
Era
febrero de mil novecientos ochenta y nueve.
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Mamá,
limpiaba casas ajenas. Y con las manos con que recogía la mierda de
extraños por la mañana, enseñaba a leer y a escribir por la tarde.
El día le alcanzaba para criar a tres hijos y para estudiar.
Papá,
recortaba el monte en solares vecinos los fines de semana, era chofer
en una tabacalera en horario regular, y taxeaba
en las noches. Además, levantaba las bases de nuestra casa.
Mientras,
dormíamos los cinco en un cuartito hecho con paletas, sobre un
colchón que se sostenía en cuatro bloques.
El
copete de nuestra cama era la ventana de la casa vieja, donde nacía
la nueva. La mañana del día dos de febrero de ese año, de ésa
ventana nació un escorpión, que me supo camarada, me picó: mamá
saltó en el pellizco y papá me llevó ligero a la medicatura. Lo
que faltaba, una hija envenenada.
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Ya
era rara: no comía carne (y menos mal, porque mamá no podía
comprarla), me gustaba barrer el piso de tierra de la casa de la
abuela y olerlo profundo cuando lo regaba, pronto me llamarían
“bruja”, y ahora estaría envenenada.
Los
demás insistían en que (y aunque en esto no era exclusiva) era
pobre, la peor de las insignias. Yo, no me daba cuenta. Era tan
delgada que mamá no hacía esfuerzo en cambiarme de ropa cada año.
Tenía árboles de donde colgarme, para mecerme… yo, mi propia
muñeca.
Y,
aunque era rara, mi abuela me quería, y con eso yo tendría
suficiente para sobrevivir y poder escribirlo.
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Descansaba
la ponzoña el día después, cuando el alarido de mi padre me puso
en pie de angustia. No entendía aquello: se había “pegado un
cuadro”. Había ganado a los caballos. Dejábamos de ser pobre en
un grito.
Papá
nos brindó heladitos, pudo comprar unas cabillas y un saco de
cemento. Pagó las deudas y selló la ventana de donde brotó el
veneno. Listo, volvíamos a ser imperdonablemente pobres.
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Con
Gabriela jugábamos escondidas a ser unas “pata en el suelo”.
Escondidas, porque a mi mamá le daba miedo que me picara otro
escorpión.
Entonces,
yo pensaba que ser pobre era que te picara un bicho.
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