(Escritora franco-estadounidense
1903-1977)
Espera que su madre y su padre no
estén.
Los mira partir por la ventana.
Tiene cuatro años y cuatro minutos
para venirse.
Coge una almohada, la coloca bajo su
vientre, se tira contra el sofá, se restriega hasta que la
desesperan “las cosquillas”.
Sonríe y aprieta los ojos.
Se deja ir.
Espera un poco.
Repite.
Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa
Edelmira Nin Culmell, la bautizaron. Prefiere que la llamen Anaïs.
Sus padres van a La Habana y vuelven al
apartamento próximo a París. Durante esos minutos, Anaïs reconoce
en sus manos el cuerpo de la mariposa: y escribe en medio de los
labios, su historia.
Por las noches se autoimpone la
penitencia: reza treinta avemaría, o las que puede antes de caer
dormida en un orgasmo.
A sus once, Joaquín, el padre, huye
detrás de una de sus alumnas de piano.
La Barcelona de Gaudí lo atestigua.
Sobre el Monserrat cruza el océano
junto a Rosa, su madre, y sus dos hermanos.
La marea perfila una carta a su padre,
lo que sería la primera de las treinta y cinco mil páginas en las
que escribiría su vida: El Diario.
La recibe Nueva York.
Antes de que cumpliera los veinte,
“faraleó” la vida, se deshizo de la academia y posó desnuda.
Su tía Antolina le arregló el
matrimonio con Hugh Guiler, en Cuba, antes de que “parara puta”
por su amor al flamenco. Dos años pasaron antes de que se tocaran.
De Cuba se lleva el jolgorio de la caña
burbujeándole en los muslos.
Buscaba a su padre por las ventanas,
yéndose, y lo halla en todas partes, mientras lame a Edipo erecto.
Anaïs se bebe a los escritores, y su
marido le limpia las copas. Con Henry Miller conoce a June
Mandsfield, la esposa, y con ambos arma y desarma las líneas de un
triángulo cojo: y es capaz de amar todo cuerpo que entre en su cama,
y su cama es todo espacio en el que vuelve a fregar las almohadas
contra su vientre.
A June la penetró. “Al sentarse
en el sofá de abajo, la abertura de su vestido dejaba al descubierto
el nacimiento de sus pechos; sentí deseos de besarla allí. Yo me
hallaba muy turbada y temblorosa”. Tanto la amó que quiso ser
ella y que la amase como aman las mujeres.
Con Henry, con June, con Artaud, con
Allendy, todos bajos sus faldas, Francia le regresa al padre. Veinte
años después, en el hotel en el que junta su cuerpo con el de
Joaquín: la respiración sobre su nuca, el gen del deseo también
suyo. Lo consigue, pero no puede el orfebre apagar con barro el
fuego. Sigue ardiendo el hambre y Anaïs es una boca que se traga a
sí misma.
“Y sus caricias fueron penetrantes
sutiles; pero yo no podía y quise escapar de él.
De nuevo me eché sobre él y sentí
la dureza de su pene.
Lo descubrí y lo acaricié con mi
mano. Vi cómo se estremecía de deseo.
Con una extraña violencia, me levanté la negligé‚ y me puse encima de él.
Con una extraña violencia, me levanté la negligé‚ y me puse encima de él.
-Toi, Anais Je n'ai plus de Dieu.
Extasiado su rostro, y yo frenética
por el deseo de unirme con él...ondulándome, acariciándolo, pegada
a su cuerpo. Su espasmo fue tremendo, con todo su ser. Se vació por
entero dentro de mí...y mi entrega fue inmensa, con todo mi ser,
sólo con aquel rincón de miedo que me impedía el supremo espasmo”.
Nadie quiso publicar aquello.
Anaïs, lo contaba todo, con el lujo de
la ficción, y la simpleza de la verdad.
Ella, se tendía sobre la mesa y se
dejaba masticar.
***
Usted y yo fuimos aquel lector anónimo.
Pagamos cada dólar de cada página, de cada coma, de cada
entrepiernas en ve, de todo dedo que se humedecía en la visita de
los pliegues y la invasión de la carne por dentro: una almohada de
sangre que titila. Usted y yo nos hicimos agua para que el Delta de
Venus se hiciera papel y con sus hojas limpiamos el reguero.
Somos el monstruo que la mira por
encima del hombro y se esconde para asaltarla por la espalda, para
romperla y rompernos.
Usted y yo, sacamos la lengua -como
cuando el rocío- una vez Anaïs se descorrió la bata.
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