Nina es un atún rosado, atrapado por
el anzuelo de un vago a las orillas del Río Catabwa.
Lo que no sabía el viejo era que aquel
pez eligió morderlo, porque podía y quería respirar fuera del
agua.
Así la carne brillosa del océano
todavía fresco, zigzagueó sobre las tablas del puerto,
escurriéndose de las manos del hombre hambriento; y, después de un
alarido nasal, dicen que se escuchó el suspiro de la palabra
LIBERTAD.
En la barra de los bares, se tendía su
voz de durazno maduro, sobre la que bailaban los muertos. La música
del diablo le llamaba su mamá, descendiente directa de esclavos, la
música de la que su hija fue ama y señora, la música a la que le
sacó filo, con la que apuntó en la sien de la América para los
americanos, la música que los blancos bailaban a escondidas y que
escucharon con vergüenza, una para quemar y para comerse las
cenizas.
Su piel era un silencio azul, una
atmósfera índigo, en la que salían a bailar las ballenas.
El que la veía aparecer no podía
sostenerle la mirada. El que la escuchaba, dejaba de respirar.
Eunice Waymon siempre fue Nina Simone,
aquel pez que se empeñaba en nacer en los bordes del Misisipi:
rabioso, jadeando los hombros, prescindiendo de las aletas, nomás
que para juntarlas sobre las teclas.
Reunía a los más fieles creyentes,
que caminaban desde otro pueblo a Tryon (donde nació en 1933) para
oírla y verla acariciar el órgano de su Iglesia. Ella atravesaba
suburbios blancos para desarrollar su prodigio. Y lo mismo, en el
banco donde tocaba el piano se llegaron a sentar a su lado Martin
Luther King a la derecha, y Malcolm X a la izquierda.
Pasó de ser la modosita aprendiz de
música clásica, a la defensora de los derechos civiles de los
negros afroamericanos: “Creo que Estados Unidos va a morir. ¿La
matarán o se suicidará? C’est la même chose!”, me dijo una
vez.
En una de las palizas que le diera su
captor, Eunice lloró hasta que el ahogo la resucitó, tirada en las
escaleras de sus ojos: muy poco amada, delgada con un Mi sostenido,
rota: vomitaba en la bola de un micrófono el alma y los parásitos
acudíamos a lamerlo.
Como a todos sus amantes, Nina terminó
por odiar al piano.
Y se fue sin pagar los impuestos, sin
beso de despedida, y no miró hacia atrás, y a los días su hija la
dejó a merced de sí misma, desnuda en el pasillo de un hotel con un
cuchillo en la mano.
La libertad de ser dos veces Nina era
fuego y gasolina.
Se tropezó con su red y quedó
envuelta por el tejido de nylon.
Quemó Francia y le disparó cuanto
pudo al ruido aquel que no fuera música.
Volvió a los bares a buscar a sus
fantasmas, y se descubrió sola, abrazada al grosor de sus escamas.
Ni siquiera África pudo levantarla.
Tenía miedo.
Tampoco supo dormir más: un gato negro
nunca se cruzó en su camino, y seguía orando todas las noches para
que la muerte la librara de la muerte.
“Todos caerán como moscas”,
advirtió en el descenso.
La libertad no es cosa de la vida
.
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