jueves, 11 de febrero de 2016

Mujerícola 36: Nina


Nina es un atún rosado, atrapado por el anzuelo de un vago a las orillas del Río Catabwa.
Lo que no sabía el viejo era que aquel pez eligió morderlo, porque podía y quería respirar fuera del agua.
Así la carne brillosa del océano todavía fresco, zigzagueó sobre las tablas del puerto, escurriéndose de las manos del hombre hambriento; y, después de un alarido nasal, dicen que se escuchó el suspiro de la palabra LIBERTAD.
En la barra de los bares, se tendía su voz de durazno maduro, sobre la que bailaban los muertos. La música del diablo le llamaba su mamá, descendiente directa de esclavos, la música de la que su hija fue ama y señora, la música a la que le sacó filo, con la que apuntó en la sien de la América para los americanos, la música que los blancos bailaban a escondidas y que escucharon con vergüenza, una para quemar y para comerse las cenizas.
Su piel era un silencio azul, una atmósfera índigo, en la que salían a bailar las ballenas.
El que la veía aparecer no podía sostenerle la mirada. El que la escuchaba, dejaba de respirar.


Eunice Waymon siempre fue Nina Simone, aquel pez que se empeñaba en nacer en los bordes del Misisipi: rabioso, jadeando los hombros, prescindiendo de las aletas, nomás que para juntarlas sobre las teclas.
Reunía a los más fieles creyentes, que caminaban desde otro pueblo a Tryon (donde nació en 1933) para oírla y verla acariciar el órgano de su Iglesia. Ella atravesaba suburbios blancos para desarrollar su prodigio. Y lo mismo, en el banco donde tocaba el piano se llegaron a sentar a su lado Martin Luther King a la derecha, y Malcolm X a la izquierda.
Pasó de ser la modosita aprendiz de música clásica, a la defensora de los derechos civiles de los negros afroamericanos: “Creo que Estados Unidos va a morir. ¿La matarán o se suicidará? C’est la même chose!”, me dijo una vez.

En una de las palizas que le diera su captor, Eunice lloró hasta que el ahogo la resucitó, tirada en las escaleras de sus ojos: muy poco amada, delgada con un Mi sostenido, rota: vomitaba en la bola de un micrófono el alma y los parásitos acudíamos a lamerlo.
Como a todos sus amantes, Nina terminó por odiar al piano.
Y se fue sin pagar los impuestos, sin beso de despedida, y no miró hacia atrás, y a los días su hija la dejó a merced de sí misma, desnuda en el pasillo de un hotel con un cuchillo en la mano.

La libertad de ser dos veces Nina era fuego y gasolina.
Se tropezó con su red y quedó envuelta por el tejido de nylon.
Quemó Francia y le disparó cuanto pudo al ruido aquel que no fuera música.
Volvió a los bares a buscar a sus fantasmas, y se descubrió sola, abrazada al grosor de sus escamas.
Ni siquiera África pudo levantarla. Tenía miedo.
Tampoco supo dormir más: un gato negro nunca se cruzó en su camino, y seguía orando todas las noches para que la muerte la librara de la muerte.
“Todos caerán como moscas”, advirtió en el descenso.

La libertad no es cosa de la vida

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