No quiero escribir.
Pero sobre todo, no quiero leerme.
A mi hija de dos años
le adormece este cuento de todos los lunes.
Se terminan los
Expedientes. Ya sembré los bulbos de lirio y la cúrcuma, recorté
el malojillo, calenté dos veces el masala chai. Volví. Y, nada. Hay
luna llena. Corregí un poema de Ernesto. Dormí a la más pequeña.
Leí un par de columnas. Me terminé el pesto del primer año de
Manuela, junto al pan canilla que me costó ciento ochenta Bolívares.
Reviso las fotos de
ayer: me pinté unas hojitas en la cara como Anaís Nin, porque el
veintiuno cumplía ciento trece años, y me fui a llevar a las niñas
al parque repleto de hombres y mujeres que me miraban con el reproche
de “¿cómo a esta loca se le puede ocurrir salir así?”.
Al que me preguntara le
regalaría un fragmento del Delta de Venus. Me lo escribí en las
manos:
“'¿Cómo
me ve él?', se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo
junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla.
Luego,
mirándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió
lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora. El cutis era
perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó que era como la
hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que la presión del
dedo podía hacer brotar y la fragante humedad que evocaba la de las
conchas marinas. Así nació Venus del mar, con aquella pizca de miel
salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer manar de los
escondidos recovecos de su cuerpo”.
Sólo un niño se
atrevió a pasarme su dedo por la nariz, y ya se me había borrado
aquello con el sudor, producto de columpiar a Pola.
Sigo.
No quiero escribir
acerca del bufón de turno, tampoco dar receta alguna.
Fantaseo con la hamaca
y sus dobleces.
Admiro el silencio con
el que se cuela la leche por los poros de mi blusa.
A una amiga le abrieron
debajo del pezón con el bisturí, para extraerle una roca de leche
solidificada que la tuvo con dolores y escalofríos, con la más
ardiente de las fiebres, durante dos semana. Su bebé recién se
había muerto, y ella quería escindirse hasta lograr volver con él.
No le dolió el
navajazo. A mí si.
Estoy aprendiendo
botánica por mi cuenta.
Me pregunto si al
eneldo le interesa mi nombre y saber para qué debe hervirme y
tomarme caliente, o si prefiere, fría.
A mí me gustaría
sembrar la Welwistchia, una planta desértica que se retuerce
para guardar agua, y aprender a enlongar el rocío y convertirlo en
hojas largas como el pensamiento, amarillentas hijas del sol. Regar
su semilla en el patio, y cuando arrecie la sequía, mirarla,
mirarme, hacer del aliento de Dios sustento.
Me gustaría hablar el
idioma de los vientos y contarle a mi amiga dónde puede ir a morir,
a dónde fue a parar el cuerpo de su hijo, acompañarla y encontrarme
de nuevo con la palabra.
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