martes, 23 de febrero de 2016

Gastronauta 73: Sequía




No quiero escribir. Pero sobre todo, no quiero leerme.
A mi hija de dos años le adormece este cuento de todos los lunes.

Se terminan los Expedientes. Ya sembré los bulbos de lirio y la cúrcuma, recorté el malojillo, calenté dos veces el masala chai. Volví. Y, nada. Hay luna llena. Corregí un poema de Ernesto. Dormí a la más pequeña. Leí un par de columnas. Me terminé el pesto del primer año de Manuela, junto al pan canilla que me costó ciento ochenta Bolívares.

Reviso las fotos de ayer: me pinté unas hojitas en la cara como Anaís Nin, porque el veintiuno cumplía ciento trece años, y me fui a llevar a las niñas al parque repleto de hombres y mujeres que me miraban con el reproche de “¿cómo a esta loca se le puede ocurrir salir así?”.
Al que me preguntara le regalaría un fragmento del Delta de Venus. Me lo escribí en las manos:


“'¿Cómo me ve él?', se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla.
Luego, mirándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora. El cutis era perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó que era como la hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que la presión del dedo podía hacer brotar y la fragante humedad que evocaba la de las conchas marinas. Así nació Venus del mar, con aquella pizca de miel salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer manar de los escondidos recovecos de su cuerpo”.

Sólo un niño se atrevió a pasarme su dedo por la nariz, y ya se me había borrado aquello con el sudor, producto de columpiar a Pola.

Sigo.
No quiero escribir acerca del bufón de turno, tampoco dar receta alguna.

Fantaseo con la hamaca y sus dobleces.
Admiro el silencio con el que se cuela la leche por los poros de mi blusa.
A una amiga le abrieron debajo del pezón con el bisturí, para extraerle una roca de leche solidificada que la tuvo con dolores y escalofríos, con la más ardiente de las fiebres, durante dos semana. Su bebé recién se había muerto, y ella quería escindirse hasta lograr volver con él.
No le dolió el navajazo. A mí si.

Estoy aprendiendo botánica por mi cuenta.
Me pregunto si al eneldo le interesa mi nombre y saber para qué debe hervirme y tomarme caliente, o si prefiere, fría.
A mí me gustaría sembrar la Welwistchia, una planta desértica que se retuerce para guardar agua, y aprender a enlongar el rocío y convertirlo en hojas largas como el pensamiento, amarillentas hijas del sol. Regar su semilla en el patio, y cuando arrecie la sequía, mirarla, mirarme, hacer del aliento de Dios sustento.

Me gustaría hablar el idioma de los vientos y contarle a mi amiga dónde puede ir a morir, a dónde fue a parar el cuerpo de su hijo, acompañarla y encontrarme de nuevo con la palabra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario