jueves, 14 de enero de 2016

Mujerícola 32 Marguerite


(Novelista, dramaturga, poeta belga)

La ye de Yourcenar es un árbol con los brazos abiertos.
Queda en la segunda entrada a mano derecha, pasando el flamboyán que se desnuda sobre su laberinto, el Pueblo de las hojas que caen, allá en el siglo dos.
Marguerite fue una mujer cubierta de dioses. Un animal extraño, una parvada de pétalos de barro que se estrellan en las páginas. Siempre estuvo en otro lado: salpicada de alcohol, bajo las faldas lamiendo el amor, sobre el mástil, navegando el viento.
Fernande, su madre, murió a los diez días de haberla parido. Y entonces Francia la amamanta lo mismo que el latín y el griego. La teta se la da su padre, Michel, y la madre de su padre.
La palabra fue la patria, y no tuvo asiento.
No vio, sino pasado los treinta y cinco años, nunca el retrato de su madre. Y miro en ella cómo muere la historia.
“¿Cuál era tu rostro, antes de que tu padre y tu madre se hubiese encontrado?”


Se va a Estados Unidos un invierno y no regresa a casa sino once años después. Atravesada por la guerra, por la vilezas de los monos de la guerra, se silencia durante sus primeros años, para amasar el pan que le llenaría la boca. Luego llegaría Adriano y el fuego y el pasado y la estatua reventaría el cemento.
El amor entre una mujer y otra exalta su espíritu platónico: el reconocimiento de la igualdad entre las que se unen, la belleza.
Se fue detrás de la humedad, un hilo que se dibujaba en el cemento y atravesaba los océanos: el líquido vaginal de Grace Frick. Lo olió, lo olió y lo saboreó hasta que ambas montaron a caballo para dibujar una casa y vivir lo difícil, también lo simple en las piernas del Tío Sam, en Montes desiertos. Era 1939, tenía treinta y seis. Le cuesta destetarse de Europa, a veces rebelde a veces reconquistada, tanto como de Dios.
De Michel, su padre, el raro y anárquico burgués, no dejaría de emborracharse jamás.
Siembra en la huerta y de su cosecha elabora manjares (y registra las recetas) para recibir a sus amigos. Escribe como cocina: un ágape que nos remonta a los primeros días, cuando la fruta no se llagaba.

Grace y ella se envuelven en las mismas sábanas, durante cuarenta años, de los cuales, la mitad se los lleva un cáncer de mama que marchita a su compañera. Y los últimos diez encanecen a Marguerite, obligada a postrar a su espíritu de nómada. La muerte es el abandono.

Ya en 1952: “M. Yourcenar declara odiar irrevocablemente a G.F.”
Se deshincha la ola, y pierde curvas la voluptuosidad. Marguerite le ha robado la sombra al mundo.
“Somos castigados por no haber podido quedarnos solos”, diría en el Tiro de gracia.

Antes de la soledad, Frick le deja a Jerri y Jerri le abanica las alas. Era 1979.
En 1985, un raro virus contagia a Jerri Wilson. Le cierra los ojos el Sida, en menos de un año.

Poco después, el ocho de noviembre de mil novecientos ochenta y siete, un ataque cerebral la sube a Marguerite Yourcenar a la camilla del hospital, y desde allí lega el último de sus libros, habiendo domesticado al fuego.
Nueve días pasarían para que la noche encegueciera la puerta hacia otra luz: eran las nueve y media y la luna deshojaría en el cielo.
Extrañaría el silencio, ése “antes del nacimiento del mundo”.
Y parte, siendo más necia que cómo llegó, como Adriano: “imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz (...) para ser yo mismo antes de morir”.

Dicen que comer su corazón debió devolverle al mundo el aliento, como se hace con las tortolitas, en un breve diálogo con el tiempo.

Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...”

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