(Novelista, dramaturga, poeta belga)
La ye de Yourcenar es un árbol con los
brazos abiertos.
Queda en la segunda entrada a mano
derecha, pasando el flamboyán que se desnuda sobre su laberinto, el
Pueblo de las hojas que caen, allá en el siglo dos.
Marguerite fue una mujer cubierta de
dioses. Un animal extraño, una parvada de pétalos de barro que se
estrellan en las páginas. Siempre estuvo en otro lado: salpicada de
alcohol, bajo las faldas lamiendo el amor, sobre el mástil,
navegando el viento.
Fernande, su madre, murió a los diez
días de haberla parido. Y entonces Francia la amamanta lo mismo que
el latín y el griego. La teta se la da su padre, Michel, y la madre
de su padre.
La palabra fue la patria, y no tuvo
asiento.
No vio, sino pasado los treinta y cinco
años, nunca el retrato de su madre. Y miro en ella cómo muere la
historia.
“¿Cuál era tu rostro, antes de que
tu padre y tu madre se hubiese encontrado?”
Se va a Estados Unidos un invierno y no
regresa a casa sino once años después. Atravesada por la guerra,
por la vilezas de los monos de la guerra, se silencia durante sus
primeros años, para amasar el pan que le llenaría la boca. Luego
llegaría Adriano y el fuego y el pasado y la estatua reventaría el
cemento.
El amor entre una mujer y otra exalta
su espíritu platónico: el reconocimiento de la igualdad entre las
que se unen, la belleza.
Se fue detrás de la humedad, un hilo
que se dibujaba en el cemento y atravesaba los océanos: el líquido
vaginal de Grace Frick. Lo olió, lo olió y lo saboreó hasta que
ambas montaron a caballo para dibujar una casa y vivir lo difícil,
también lo simple en las piernas del Tío Sam, en Montes desiertos.
Era 1939, tenía treinta y seis. Le cuesta destetarse de Europa, a
veces rebelde a veces reconquistada, tanto como de Dios.
De Michel, su padre, el raro y
anárquico burgués, no dejaría de emborracharse jamás.
Siembra en la huerta y de su cosecha
elabora manjares (y registra las recetas) para recibir a sus amigos.
Escribe como cocina: un ágape que nos remonta a los primeros días,
cuando la fruta no se llagaba.
Grace y ella se envuelven en las mismas
sábanas, durante cuarenta años, de los cuales, la mitad se los
lleva un cáncer de mama que marchita a su compañera. Y los últimos
diez encanecen a Marguerite, obligada a postrar a su espíritu de
nómada. La muerte es el abandono.
Ya en 1952: “M. Yourcenar declara
odiar irrevocablemente a G.F.”
Se deshincha la ola, y pierde curvas la
voluptuosidad. Marguerite le ha robado la sombra al mundo.
“Somos castigados por no haber podido
quedarnos solos”, diría en el Tiro de gracia.
Antes de la soledad, Frick le deja a
Jerri y Jerri le abanica las alas. Era 1979.
En 1985, un raro virus contagia a Jerri
Wilson. Le cierra los ojos el Sida, en menos de un año.
Poco después, el ocho de noviembre de
mil novecientos ochenta y siete, un ataque cerebral la sube a
Marguerite Yourcenar a la camilla del hospital, y desde allí lega el
último de sus libros, habiendo domesticado al fuego.
Nueve días pasarían para que la noche
encegueciera la puerta hacia otra luz: eran las nueve y media y la
luna deshojaría en el cielo.
Extrañaría el silencio, ése “antes
del nacimiento del mundo”.
Y parte, siendo más necia que cómo
llegó, como Adriano: “imponer mis planes, ensayar mis remedios,
restaurar la paz (...) para ser yo mismo antes de morir”.
Dicen que comer su corazón debió
devolverle al mundo el aliento, como se hace con las tortolitas, en
un breve diálogo con el tiempo.
“Mínima alma mía,
tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a
esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de
renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos
juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos
a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...”
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