Vuelve el coco verde: la siembra.
La reciente creación del Ministerio de
Agricultura Urbana dentro del gabinete del Gobierno Nacional amenaza
la “comodidad” aquella de creernos el cuento de que los alimentos
nacen en la nevera, a los citadinos, a los que olvidaron que una vez
fuimos el campo. Aquella gente, mucha con alma de cemento ¿por qué
les ofende la convocatoria a la tierra?
A la gente que lo quiere todo ya, a la
que piensa que ser humanos nos distingue de otros animales porque
llegamos al estadio ése de la refinación, a quienes se sienten
insultados con la mera existencia de la palabra “conuco”, a ésa
gente a la que sólo le crecen los hongos en los pies, a la que le
parece hermoso el paisaje de muchas hileras de frutos, y se atreven a
tomarse la foto, pero en su mundo es insignificante el campesino.
A ésa gente que se le mueran las
montañas y a nada le sepa la arepa.
Decía Atahualpa Yupanqui que hay quien
que mira la tierra y ve tierra nomás. Está también la que no
quiere mirarse en la tierra, ni “malgastarse” los ojos tan
siquiera.
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También hay que decirlo: la
agricultura urbana es una arista y no la única solución a una
demanda agroalimentaria que, según nuestros hábitos de consumo y la
demografía nacional, supera los límites del conglomerado de
porrones en un balcón.
La siembra urbana ha de ser la
alternativa autosustentable a una política de Estado que debe
recuperar las tierras ociosas en manos privadas y públicas para
trabajarlas, para producir.
Los bordes de la autopista que
atraviesa las montañas de Aragua son un ejemplo y una vergüenza,
los harapos rotos de una mujer a la que violaron y dejaron derramada
en el valle más verde de Venezuela, kilómetros de propaganda
política que anuncian una siembra que ya no es, mientras las
caraotas las importamos y las pagamos (lo que pueden) con un ojo de
la cara ¿Dónde están los responsables de la destrucción de
aquellos invernaderos?
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Volvamos.
En varias ciudades del país, los
huertos urbanos ya superan los balcones de los apartamentos.
Hay conucos, de los que una puede
traerse semillas a casa, y los principales vegetales y tubérculos a
mejores precios que en las grandes cadenas de supermercados. Éste
representaría un eslabón intermedio para los habitantes de ciertas
parroquias en las capitales, por ejemplo.
En la periferia de los grandes
conglomerados es costumbre tener matitas de esto o aquello:
aromáticas, medicinales, frutales, sin menester de andar
convenciéndoles de que es saludable plantar lo que se come.
Recientemente se aprobó la Ley de
semillas más discutida entre los campesinos de Venezuela:
consensuada, antitransgénica y antipatentes, que durante tres años
recorrió la geografía nacional para ser construida y reconstruida
por el poder popular.
Pero como con el Ministerio de
Agricultura Urbana, la Ley es Ley cuando un pueblo la ocupa, la
aplica, la hace suya, y un pueblo que se burla de las formas con las
que puede alimentarse, está condenado a morder el anzuelo, y a dejar
el cascarón vacío de un Ministerio tirado, en la montaña de
desperdicios de la esquina, mientras se ajusta el cinto y adora al
Dios Supermercado.
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Lo que le indigna a muchas personas es
que la propuesta de la siembra y cosecha en la ciudades, nazca en el
seno del gobierno.
Pero, convengamos que la Organización
de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura no es
precisamente una extensión de los poderes de Maduro. Acto seguido,
respiremos y leamos lo que la FAO considera sobre la Agricultura
Urbana: “puede hacer una importante contribución a la seguridad
alimentaria de las familias, sobre todo en tiempos de crisis y
escasez de alimentos”.
¿Ven que no es un invento chavista
para ensuciarle las uñas? ¿Hay o no hay una crisis
económica-alimentaria en Venezuela en estos momentos?
Hay quien diga que la producción a
menor escala, familiar, no se adecua a los ritmos de la ciudad, ni a
sus exigencias. La FAO lo desmiente:
“Las hortalizas tienen un ciclo de
producción corto, algunas se pueden recolectar a los 60 días de la
siembra (...) Los huertos pueden ser hasta 15 veces más productivos
que las fincas rurales. Un espacio de apenas un metro cuadrado puede
proporcionar 20 kg de comida al año. Los horticultores urbanos
gastan menos en transporte, envasado y almacenamiento, y pueden
vender directamente en puestos de comida en la calle y en el mercado.
Así obtienen más ingresos en vez de que vayan a parar a los
intermediarios”.
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A cierta gente (bastante, por cierto)
en este país hay que aplicarle aquello de la psicología inversa.
Decirle por ejemplo: "no siembre un coño. Muérase de hambre".
A ver si así movemos la rajita.
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