Guadalupe llamaron a su madre, una negra secuestrada en África y
traída a las costas del norte de Suramérica, lustrada con aceite de
coco, como a un pedazo de caucho para la venta.
Los apoderados Rojas Ramírez la compraron para continuar el
saqueo de su piel.
No supo ni quién la preñó, porque lo mismo la violaba uno que
otro. Así que Juana, su hija, no distinguía cuál de los amos era
su padre.
En Chaguaramal, donde nació el año de 1790, la niña la conocían
como lavandera y liberta por la gracia de su dueña Teresa Ramírez,
quien además le heredó a la historia su apellido.
Juana Ramírez crece en las noches como flor de cactus, y hace
sangrar a quien la toca. Espinosa.
En el río, bate el agua y canta, silva
el viento y una palmada le humedece la falda contra el muslo, la
camisa le descubre dos mamones firmes, del color del barro. Y no
puede el agua lavarle el olor a cacao, tampoco el pequeño lomo que
se le ha formado sobre la nuca, la huella de fregar desde antes de
cumplir el primer año de vida:
“Agua que corriendo vas
por el campo florido
dame razón de mi ser
¡mira que se me ha perdido!”